En muy poco tiempo el presidente Enrique Peña Nieto se quedó solo. La crisis que desataron en su gobierno los hechos violentos de Ayotzinapa, el caso “Casa Blanca” que lo involucra personalmente y la reversión de la licitación del tren México-Querétaro, fueron duros golpes a su credibilidad. Las erráticas respuestas de su gobierno a estos casos lo involucraron directamente. Sin defensas de por medio y sin salidas inmediatas, el Presidente se quedó sin respuestas.

 

Toda la estrategia de Los Pinos se redujo a apostar a la criminalización de sus acusadores profesionales utilizando a sus aliados en los medios de comunicación y al desgaste natural de marchas y movimientos ciudadanos con escasa organización y con un pobre liderazgo.

 

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Pero no había más. Sin respuestas concretas, ni siquiera atisbos de propuestas articuladas, un cuestionado Peña Nieto quedó arrinconado. Naturalmente sus subordinados, los jefes del Ejército y la Marina, salieron a darle su apoyo sin mayores consecuencias a su favor. Incluso la tibia crítica de los líderes de la desarticulada oposición del PAN y PRD se perdió en la polvareda de una crisis de gobierno que no amaina.

 

Hasta los resultados económicos de coyuntura fustigaron cualquier intento de relanzar un discurso presidencial que hiciera frente a su crisis. El Banco de México acaba de decir el viernes pasado que los riesgos sobre la economía han crecido, que se ha deteriorado el balance de riesgos en materia inflacionaria a raíz de una sostenida depreciación cambiaria, mientras que el desplome de los precios petroleros sigue cuestionando el futuro inmediato de la apertura petrolera.

 

La crisis de credibilidad en su gobierno se ahondó. La tenue mejoría en la confianza del consumidor no es suficiente para contrarrestar los graves cuestionamientos sobre la rampante corrupción en las esferas públicas, incluyendo a la Presidencia, en la creciente desconfianza en las instituciones de impartición de justicia y en una economía que -a pesar del publicitado gasto público- sigue sin dar visos de mejoría, como lo ha señalado el propio banco central.

 

La distancia con su gobierno se hizo notar a través de una crítica incesante a sus tibias respuestas frente a la crisis y a su nula autocrítica, desde la jerarquía de la Iglesia Católica hasta los liderazgos de las organizaciones empresariales, incluyendo a la prensa extranjera que inicialmente había alabado su propuesta reformista.

 

La crisis obligó a Peña Nieto a mostrar la apertura a la que se había negado consistentemente en el manejo de la economía desde el inicio de su gobierno. La arrogancia del secretario de Hacienda comenzó a ceder no sólo ante los malos resultados económicos de los primeros dos años, sino ante una crisis de gobierno que no aguanta más en medio de crecientes riesgos internos y externos.

 

En entrevistas con la prensa local Videgaray dejó ver la semana pasada que estaría dispuesto a hacer ajustes en materia fiscal, en un reconocimiento implícito de que fallaron las medidas tributarias implementadas como parte de la reforma fiscal. El viernes pasado el propio Peña Nieto corroboró el adelanto de su secretario y fue más explícito.

 

“No podemos ser ajenos a hechos de coyuntura que nos hacen repensar, replantear, corregir…” les dijo el Presidente a los dirigentes empresariales, mientras instruía al titular de Hacienda a reunirse con los empresarios para evaluar acciones que impulsen la actividad de las empresas y la economía, entre las que destacan posibles enmiendas tributarias.

 

Ya lo decía el lunes pasado. Tengo dudas sobre un reconocimiento real del gobierno sobre estos errores en la política fiscal y, particularmente, en el incremento del déficit público como factor de crecimiento económico. Me temo que será la profundidad de la crisis que enfrenta el gobierno la que tendrá la última palabra.