Por como se presentaba el partido de recalificación para Brasil 2014, cualquiera podía pensar que la selección rival del Tri era alguna potencia mundial como España, Argentina o Alemania. De ninguna forma, ese humilde representativo neozelandés, semiprofesional, sin siquiera una liga formal en su país, cuya afición se aproximaba a su partido más relevante del cuatrienio con más curiosidad que pasión, que se paraba en esa ronda clasificatoria tras golear a islas como Tahití, Vanuatu o Samoa.

 

 

Sin embargo, el problema no era Nueva Zelanda, sino el equipo mexicano que sería guiado por su cuarto entrenador en dos meses. Tras la salida de Chepo de la Torre, habían pasado efímeramente Luis Fernando Tena y Víctor Manuel Vucetich. Ahora, Miguel Herrera asumía el cargo de manera por demás emergente; se vivían desolación, desconfianza, fatalismo, de la forma más acentuada que varias generaciones de devotos tricolores pudieran recordar.

 

 
Con un plantel conformado sólo por elementos del torneo nacional, sobre todo del América que aún era dirigido por Herrera, México golearía a Nueva Zelanda tanto a la ida en el Azteca como a la vuelta en Wellington. ¿Los más sorprendidos? Debo decirlo, muchos de los periodistas mexicanos, incluido un servidor. ¿Los menos? Los locales, que celebraron sus goles como si del pase al Mundial se tratara y con el cántico, “¡He visto a los All Whites anotarle a México!”.

 

 
Sucedía que tras tan horripilante año, costaba mucho trabajo creer. Meses en los que los mismos patrocinadores hacían campañas admitiendo el desastre del producto al que decidieron destinar millones; meses de fracasos en eliminatoria, en Confederaciones, en Copa Oro, en donde fuera que el equipo se parara; meses en los que sólo un gol estadounidense en Panamá nos pudo mantener con vida.

 

 
Traigo tan larga anécdota a colación, porque este miércoles el rival vuelve a ser Nueva Zelanda y en partido oficial. El criticismo, la insatisfacción crónica, lo que evidentemente no se termina de hacer y priorizar como se debe, no han parado y no se han corregido; la diferencia, en todo caso, es abismal. El Tri viene de recuperar el título de Copa Oro, de avanzar por la eliminatoria al ritmo que ha querido (y no al que ha podido), de vencer recurrentemente a Estados Unidos (ya en la final que supuso el pase a la Confederaciones, ya en el otrora maldito Columbus). Es decir, por mucho que el 7-0 siga marcado a fuego en piel, por mucho que el planeta rotaciones suene absurdo, por mucho que algunos atribuyan la cómoda andanza mundialista a la debilidad del área, es indudable que hoy se está muchísimo mejor que en noviembre de 2013. También es cierto, peor no se podría.

 

 
La reflexión es más bien un llamado a la prudencia, al equilibrio. Sobre todo porque así como en 2013 se avanzaba a esa recalificación con tintes de ir al matadero, ahora se va alardeando de si se meten de seis goles para arriba.
En el fondo, no olvidemos el hilo narrativo que une toda la historia de nuestra selección: ir a más cuando más se le exige (como en la repesca de 2013), ir a menos cuando todo está puesto para la ilusión…, como, (¡esperemos no!), podría ser el caso en Sochi.

 

 
Twitter/albertolati

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