Una de las más aberrantes creencias económicas con la que hemos vivido es que las gasolinas deben ser baratas.

 

El intercambio a las generaciones de la segunda mitad del siglo pasado era entre la pertenencia a un país que era una potencia energética mundial, a cambio de no poner en duda que los gobiernos de la Revolución eran una condición indispensable para mantener esa categoría.

 

Las gasolinas baratas eran la zanahoria atada frente a nuestros ojos para estar seguros de ese estatus de afortunados y ricos ciudadanos de un país petrolero.

 

De esa gallina de los huevos de oro no quedan ni las plumas. Hoy, la industria petrolera mexicana no es la principal fuente comercial y fiscal del país, y en el caso específico de las gasolinas, sólo la tercera parte de cada tanque lleno contiene gasolinas refinadas en México.

 

La economía mexicana funciona desde finales del siglo pasado en un esquema de apertura del mercado, y hasta las tortillas están sujetas a la oferta y la demanda. Pero las gasolinas no.

 

Es la fecha en que hay necesidad de compensar fiscalmente los precios para evitar que su costo sujeto a la oferta y la demanda provoque problemas políticos.

 

Desde una perspectiva estructurada, inteligente y sin pasiones políticas, si un precio debería ser totalmente libre es el de las gasolinas, que además de ser uno de los costos más globales del mundo, implica un producto que es altamente contaminante.

 

Pero se sigue alimentando la idea de que merecemos gasolinas baratas por el simple hecho de ser mexicanos. No hay el mismo sentimiento con el gas doméstico o con la electricidad. Es la gasolina un producto que usa un porcentaje bajo de mexicanos.

 

No hay que confundir los efectos económicos que tiene un aumento de un producto de gran incidencia en la producción como las gasolinas, pero eso no tiene nada que ver con generar un conflicto social como, de hecho, hemos visto que ha ocurrido.

 

Hasta hace no muchos años, en este país se destinaban 250 mil millones de pesos al año para que la élite que tiene auto pudiera contar con un subsidio, a costa de quitar recursos, entre otras cosas, para los programas sociales de la gente verdaderamente pobre.

 

Hay tanta gente tan pobre en este país que un automóvil de 20 años de antigüedad es un sueño inalcanzable. Pero los que tienen ese tipo de vehículos mantienen la perspectiva de ser merecedores de que el gobierno los apoye.

 

En fin que los casi 43 mil millones de pesos que hoy el fisco deja de captar por concepto de suavización del impuesto especial deben contabilizarse como una pérdida recaudatoria, pero realmente tienen que considerarse como un gasto en un rubro que debería estar incluido en el presupuesto que se llame fondo de estabilidad social.

 

La falta de racionalidad de este subsidio disfrazado en el terreno de las cuentas públicas tiene su virtud en el terreno político, donde muchos esperan hacer de un nuevo gasolinazo el combustible ideal para su causa rupturista.