Durante décadas los mexicanos hemos sido testigos de la forma en que los políticos desde el gobierno se hacen de millones de pesos a través de distintas formas para desviar recursos, desde el imponer a proveedores y empresas de un porcentaje por los contratos de obras, insumo y servicios, así como el cobro de cuotas a trabajadores para financiar sus causas políticas y sus campañas electorales o de plano su propio enriquecimiento.

 

 

Los ejemplos más recientes son los de los gobernadores Duarte, Javier de Veracruz y César de Chihuahua, los cuales hicieron daño al patrimonio de sus estados por miles de millones de pesos, por lo cual hoy uno de ellos está en la cárcel en Guatemala en espera de que se cumpla su proceso de extradición y el otro es todavía perseguido por la justicia.

 

 

El caso más reciente es el de Delfina Gómez, la candidata de Morena a la gubernatura del Estado de México, quien es visible como parte de una trama que se tejió con el cacicazgo de Higinio Martínez en el ayuntamiento de Texcoco desde hace más de 20 años donde el PRD y Morena han reproducido todos los vicios en el manejo de la administración pública que la oposición durante décadas achacó al PRI: nepotismo, amiguismo, tráfico de influencias, licitaciones amañadas y despojo de sus trabajadores.

 

 

La corrupción en México ha llegado en esta década a niveles de exceso que se pensaban erradicados, pero los casos protagonizados por el PRI en Veracruz y Chihuahua o en Tabasco con Andrés Granier y por el PAN en Sonora bajo el gobierno de Guillermo Padrés, sumados a la cloaca que se destapó con Delfina Gómez e Higinio Martínez en Texcoco son un ejemplo de que hoy por hoy la corrupción es una práctica ejercida por los políticos de todos los partidos sin excepción.

 

 

Y que en el caso de la candidata de Morena y su grupo político ha alcanzado grados de depredación, abuso y bajeza increíbles, pues no sólo se conformaron con los negocios propios del manejo del uso de suelo o los contratos de obra pública, sino que llegaron a despojar a los trabajadores del ayuntamiento de decenas de millones de pesos al retenerles del 10 por ciento de su salario y el límite más escandaloso el hacerse de 7 millones de pesos que correspondían a las pensiones alimenticias de 50 mujeres y sus hijos, para canalizarlos a las cuentas del Alberto Martínez, hermano de Higinio y ex tesorero de Texcoco y a las del llamado Grupo de Acción Política que lidera el cacique y actual alcalde de Texcoco.

 

 

Hasta antes de que lo que era la izquierda llegara al gobierno de la mano de Cuauhtémoc Cárdenas en el Distrito Federal en 1997, era práctica común que sus diputados entregaran la mitad de sus dietas para financiar a su partido y que sus militantes de manera ¡voluntaria! aportaran entre 5 y 10 por ciento de su ingreso y en caso de ser desempleado un peso de manera simbólica.

 

 

Pero hay una gran diferencia entre esa práctica militante y lo que hoy hacen en Texcoco y que se puede presumir en otros ayuntamientos, pues literalmente obligan a los empleados municipales a que paguen por trabajar, les cobran un diezmo igual que se lo cobraban funcionarios federales y estatales a empresarios para darles contrato.

 

La diferencia es el monto, pero el principio es el mismo: se trata de corrupción, de pagar derecho de piso, de que un grupo organizado se sirva del trabajo de otros para enriquecerse. Hay un robo chiquito y uno grandote, pero los corruptos son exactamente del mismo tamaño.