Uno de los efectos palmarios de la renovación generacional que viven hoy las empresas es el cambio de concepción en torno al liderazgo que necesitan para sobrevivir. Hace una década, la creencia común era que el capitán de una empresa debía ser una persona de carisma desbordante que soñara con lo imposible hasta hacerlo posible; la clase de líder que convence con un discurso motivacional capaz de arrancarle lágrimas al más escéptico. El buque insignia de esta dinámica era el finado Steve Jobs. Su momento de gloria: el discurso que dio en la Universidad de Stanford en 2005, donde vinculó los altibajos en su carrera empresarial con su batalla contra del cáncer y la filosofía new age con la que concebía su vida.

 

Esa pieza de oratoria –vista por millones de personas gracias al delirio viral de la red- emblematiza lo que Michael Maccoby, profesor de la Universidad de Harvard, describe como liderazgo narcisista. Va una explicación. A partir de clasificaciones de personalidad elaboradas por Sigmund Freud, Maccoby identificó en un ensayo publicado en la Harvard Business Review a principios de este siglo a cuatro tipos de líderes empresariales: el erótico, el obsesivo, el narcisista y el mercadotécnico. El tipo erótico (denominado así debido a su necesidad de recibir calidez de los demás, y no por sus habilidades sexuales) es un líder idealista y comunicativo, pero dependiente e inestable (se pone en función de sus colegas y subordinados para ganar aprobación). El obsesivo es responsable y consciente, aunque también improductivo y controlador. La personalidad narcisista es independiente, grandiosa, agresiva y no se deja intimidar, pero también es arrogante, paranoica y no escucha a los demás. Los mercadotécnicos son camaleónicos: veletas que giran en función del contexto.

 

Jobs, qué duda cabe, era narcisista. Genial y grandioso, pero reacio a creer en algo más importante que él mismo (vista con rigor, su teoría de que la vida tendrá sentido si haces lo que quieres equivale a decir que el cosmos se alineará tarde o temprano en función de la persona, lo que por lo menos resulta ingenuo en términos prácticos). En Confidence (2003), cinta dirigida por James Foley, hay un diálogo que define a la perfección el dilema. Ocurre al comienzo, cuando Winston King, capo interpretado por Dustin Hoffman, cuenta una anécdota de juventud:

 

“Cuando empezaba en este negocio, me obsesionaba el estilo. Cuando di mi primer golpe importante en contra de una banda rival, lo primero que hice fue comprarme un hermoso traje blanco. ¡Me veía increíble! Las mujeres querían estar conmigo y los hombres me invitaban tragos. Los bares estaban llenos. Todo iba muy bien, hasta que de repente escuchamos unos tiros. Eran la banda rival buscando venganza. Una vez que pasó el tiroteo, me percaté de que me habían herido. De todos los que estábamos ahí, ¡era el único al que le habían dado! Fui el primero al que vieron. ¿Sabes qué aprendí ese día? Que poseer estilo puede ser peligroso. Me di cuenta que lo primero a lo que le tiraron fue al traje blanco. Por eso no he vuelto a usar uno en mi vida. A veces, el exceso de estilo te puede llevar a la tumba”.

 

Narcisos como Jobs son los que construyen imperios, de acuerdo, pero su caso es uno entre mil, la excepción que confirma la regla. El narcisismo por sí mismo no es un estilo saludable para la empresa, sobre todo cuando ésta ya se encuentra constituida y requiere de administrar con eficiencia sus procesos internos. En la actualidad, muchos especulan quién será el próximo Steve Jobs, e incluso se lamentan de que su compañía no cuente con líderes narcisistas con una grandilocuente habilidad de seducción. Quizá deberían hacerle caso al personaje de Hoffman: el exceso de estilo puede ser mortal.