Dimensionar la estatura histórica de estos dos gigantes: un primer semestre de 2017, tal como si lo fuera de 2006 ó 2007, con Roger Federer y Rafael Nadal repartiéndose los torneos de Grand Slam.

 

 

Esa es la mayor enseñanza de sus respectivos regresos a la cima: entender por qué han sido ellos quienes acumularon tanta gloria y no otros, diferenciarlos del resto de los astros con raqueta, magnificar sus alcances, penetrar en el concepto de la insaciabilidad.

 

 
Sucedió, primero, que quienes heredaron momentáneamente sus galones (Novak Djokovic y, en menor medida, Andy Murray), no son mucho más jóvenes que Rafa –sólo un año– y no demasiadísimo más que Roger –seis años–. Sucedió, también, que más allá de esos nombres hoy en crisis, el serial ATP incluye a ciertas promesas, aunque ninguna con verdadera capacidad para rivalizar con los dos reyes veteranos…, no, al menos, en un momento cumbre de la temporada, con un trofeo grande en disputa.

 

 
Pero ha sucedido, sobre todo, que Nadal y Federer disponen de un hambre excepcional. Sólo así puede explicarse que diez años después hayan tenido suficiente disciplina, amor al juego, competitividad, perseverancia, resistencia al dolor, capacidad para con autocrítica reinventarse, como para relevar a quienes en apariencia los habían jubilado.
Los dos que ya habrían de conformarse con explotar millonariamente sus derechos de imagen, inaugurar eventos, impartir clínicas, posar para la cámara con actitud de leyenda pretérita y resignarse a ver encumbrada a otra generación, se han aferrado al trono. A tal grado que su final del Abierto de Australia, con la que abrimos la campaña tenística, no ha sido más que la norma de lo que en 2017 iba a seguir.

 

 
Hoy, nadie lo duda, son otra vez los rivales a vencer. Contra la edad y contra las lesiones, compensando esos cuerpos que ya no son lo dóciles de años atrás con sus poderosas mentes y con esquemas de juego más adecuados.

 
Nadal no sólo ha vuelto a coronarse en Roland Garros. Lo ha hecho también sin perder un solo set, resumen perfecto de su aplastadora hegemonía sobre arcilla. Victoria que le ratifica como el mejor de la historia en esa superficie y como acertijo no descifrado por estrellas de dos generaciones.

 

 
En el fondo, una pregunta que rebota en la línea como sus mejores servicios: ¿qué habría sido de uno sin el otro? Tedio al margen, de ninguna forma habrían alcanzado versiones tan consumadas de sí mismos. Némesis idóneas, genios por contagio, glorias paralelas, no parece casual que tras más de dos años de sequía compartida, Federer haya pasado de 17 a 18 Grand Slams justo unos meses antes de que Nadal brincara de 14 a 15.

 

 
Curioso reino éste que permite a dos reinar de la mano. Y no sólo reinar sobre sus contemporáneos, sino sobre todos, todos, todos quienes han sostenido una raqueta a lo largo de la historia.

 
Twitter/albertolati

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