Sitios en lo que todo es más complejo y no por ende menos especial, o puede que por eso más especial.

 

Rusia, quizá por ser donde termina la civilización de Occidente o por, como muchos locales aseguran, ya no pertenecer a Occidente; quizá por su frontera que lo mismo toca Polonia que Mongolia que Japón; quizá por sus paradojas al pasar de comunismo al más voraz capitalismo; quizá por muchas cosas más, incluido su irrefrenable orgullo patriótico, siempre se contemplará distorsionada por densa bruma: de incomprensión, de suspicacia, de extrañeza, de temor.

 

En voz de Winston Churchill, “Rusia es un acertijo envuelto en misterio adentro de un enigma”, frase que nos perseguirá permanentemente al caminar por Moscú, al descender a sus suntuosas estaciones del metro, al apocarnos ante edificios agresivos en su rigidez, al ver los más lujosos coches frente a la estatua de Marx o las más costosas boutiques ante el mausoleo de Lenin.

 

Su futbol, como aquí no podía resultar distinto, también es complejo como ninguno otro. Aproveché mi primer día de estancia moscovita para visitar sus diversos estadios.

 

Primero Luzhniki, donde será la final mundialista, muy cerca del monumento al primer astronauta Yuri Gagarin y de esa universidad que viera graduarse a personajes como Mijaíl Gorbachov (último jefe de Estado de la URSS), Boris Pasternak (Nobel de Literatura) o Andrei Sajarov (físico nuclear).

 

A la entrada principal de Luzhniki, la efigie de Lenin nos recuerda que el escenario alguna vez llevó su nombre, justo cuando albergó los Olímpicos de Moscú 1980, boicoteados por más de 60 países en plena Guerra Fría.

 

De Luznhiki, casa de la selección y de momento de ningún equipo en específico, el camino es corto hasta la sede del club Torpedo. Estadio pequeñísimo del que lo relevante es su nuevo nombre: Eduard Stretsov, el apodado “Pelé ruso”, que vio su carrera truncada cuando fue enviado a trabajos forzados al Gulag; se dice que por haberse negado a casar con la hija de un alto político soviético, otros sostienen que por no haber aceptado dejar al Torpedo para integrarse al equipo del ejército, el CSKA; como haya sido, en Siberia terminó esa promesa de goles.

 

También en Siberia terminaron los fundadores del club Spartak de Moscú, los hermanos Starostin, hoy inmortalizados en una estatua sobre el césped del Estadio Otkritie que ya será utilizado en esta Copa Confederaciones. El llamado equipo del pueblo, el representante de la clase trabajadora, por siempre en pugna con los cuadros que representaban al aparato soviético: el CSKA, como dijimos de los soldados, y el Dynamo, manejado por la KGB desde los años más sangrientos del temible Lavrenti Beria.

 

Un derbi CSKA-Dynamo siempre será peligroso con tan pesada herencia; especie de soldados contra espías, esos recuerdos no se desvanecen ni a dos décadas y media de la disolución de la URSS.

 

Pero hablábamos antes de los hermanos Starostin, dos de ellos presentes en el partido más curioso que esta tierra jamás vio: organizado en 1936 en la mismísima Plaza Roja y a la sombra del Kremlin, para que Joseph Stalin viera por primera vez futbol. Cuentan que el marcador se mantenía sin goles y el líder máximo se aburría, por lo que se hizo una seña a los jugadores; pronto se precipitaron los goles y el marcador terminó 4-3.

 

Sí, todo aquí parece distinto, todo viene envuelto en misterio, todo obliga a revisar la convulsa historia. No por ello menos especial, acaso por eso tan especial.

 

Twitter/albertolati

 

aarl

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