Cuando en febrero pasado, el Consejo Electoral holandés tomó la decisión de realizar manualmente el recuento de votos de cara a sus votaciones legislativas, que se celebrarían el 15 de marzo, lo hizo porque había una excusa poderosa. No quería posibles injerencias rusas a través de ciberataques que cada vez parecían más frecuentes. La extrema derecha en Holanda amenazaba con llegar a cotas muy altas, tantas como para acariciar el poder. Se trató de algo parecido a lo que estuvo de pasar en Austria en las elecciones de ese país, cuando la extrema derecha estuvo a punto de ganar.

 

Los tentáculos de Vladimiro Putin son tan alargados como poderosos. Ya lo vimos en las elecciones de Estados Unidos, el país más poderoso del planeta. El Presidente ruso necesitaba que en el Despacho Oval de la Casa Blanca estuviera sentada la mediocridad mezclada con el impulso y la vehemencia. Nadie mejor que Donaldo Trump, al que además Putin le tiene agarrado con los supuestos negocios y relaciones peligrosas de familiares con las autoridades grandes y empresarios rusos. Si la nación europea pudo influir en los comicios del país más relevante del orbe, perfectamente podría hacer lo propio con Holanda o cualquier otro país.

 

A Rusia no le interesa una Europa con unión y poder. De las 14 naciones con las que hace frontera, hay unas cuantas que le preocupan especialmente. La primera es China, con la que, a pesar de la relación de amor y odio que se profesan, es la única que le puede mirar de tú a tú. El resto son Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia. Todos ellos son países miembros de la Unión Europea. En este último caso, Rusia hace frontera con todos ellos y, por lo tanto, con la todavía, muy influyente, Unión Europea. Un mercado tan potente como el europeo le resulta muy incómodo a Rusia, que ve a la Unión como una potencial enemiga.

 

Los auges del populismo, la extrema derecha y xenófoba o los nacionalismos son el caldo de cultivo de una Rusia que puede abonar el terreno para desestabilizar Europa. Por eso, ante el temor de un ciberataque en las elecciones holandesas se procedió al recuento rústico, pero eficaz. Lo hicieron de manera manual.

 

Francia vivió con preocupación también la posible injerencia rusa en las últimas votaciones que ganó el reformista Emmanuel Macron. La extrema derecha de Marine Le Pen se acercó a Macron con la “ayuda” de financiación y ciberataques rusos. Algo parecido como ocurrió en Gran Bretaña y el Brexit, es decir, la salida del Reino Unido de Europa. El Gobierno de Dinamarca también supo la primavera pasada que hackers rusos había penetrado en sus sistemas de defensa.

 

España no ha sido ajena a los tentáculos del Kremlin. El gobierno de Mariano Rajoy ha denunciado la campaña rusa a través de ciberataques a favor de la independencia de Cataluña. Resulta obvio. Una España rota con una Cataluña separada hace de efecto dominó a las ansias separatistas de diferentes regiones de naciones europeas. Córcega en Francia, Cerdeña en Italia, Baviera en Alemania, El País Vasco en España o Flandes en Bélgica –por cierto que es ahí donde se encuentra el ex Presidente catalán, Carles Puigdemont– son los ejemplos más significativos de regiones europeas con ansias nacionalistas y, por lo tanto, separatistas.

 

Putin no va a parar en querer llegar a ser el zar del mundo mundial. Por eso le estorba el resto, y no dudará ningún segundo en hacer lo que tenga que hacer para que Rusia sea la nación y el resto, sus vasallos.   

 

Moscú, la capital del mundo; Putin, su Presidente.