Pensé que había olvidado el ruido sordo que vomita la Tierra cuando tiembla. Pensé que la Tierra ya había tenido sus dolores de parto o de los estertores antes de morir. Recordé los fantasmas del 19 de septiembre de 1985, cuando el joven periodista se despertó en una nube de realidad, mientras se le caía media estantería repleta de libros en la calle Carlos B. Zetina en la Condesa.

 

Imaginé que jamás volvería a ver sufrir a los hermanos mexicanos. Ya sufrieron bastante con aquel temblor y su réplica al día siguiente. Ya tuvimos bastante con la muerte tocando a las puertas de las casas de más de 10 mil personas.

 

Ya tuvimos también bastante con el temblor del 57, cuando se cayó el Ángel en Reforma. Pensé que ya no volveríamos a vivir tanto sufrimiento.

 

Pero la ironía zigzagueó de nuevo. El miércoles 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 horas tembló. La ironía se convirtió en cinismo cuando, el miércoles 19 de septiembre de 2017, 32 años más tarde, en un acto de homenaje, respeto y disciplina, mis hermanos defeños realizaron el tradicional simulacro para saber cómo combatir un terremoto. La ironía que primero fue cinismo se convirtió en pesadilla cuando la Tierra tembló como nunca antes lo había hecho. La Tierra escupía rencor del abismo. La Tierra moría matando a través de nuestro México. Lo demás ya es lo de menos. Y lo sabes, querido lector, que has vivido en carne propia la fuerza inconmensurable que hace a los seres humanos mucho más pequeños, mucho más indefensos. Es ahí cuando nos damos cuenta de lo vulnerables que somos.

 

Pero somos una gran nación, somos un gran pueblo. México se ha crecido siempre ante las adversidades. Somos infinitamente más grandes que un temblor o cien al mismo tiempo, somos mucho más grandes que la corrupción y la degradación política. Somos más grandes que cualquier crisis por dura que sea. Porque nuestra piel tiene tantos callos que se han creado gracias a los avatares de los siglos, de la lucha, de la unión.

 

Lo demostramos en el temblor de 1985 y lo volvemos a demostrar ahora, saliendo a las calles, arrancando de cuajo los escombros con nuestras uñas, levantando esos muros que han sepultado conciencias y sueños, repartiendo tortas y café en las casas, improvisando albergues y protegiéndonos unos y otros, pero juntos, siempre juntos.

 

Desde esa lejanía que produce la cercana melancolía de la distante España, hoy otra vez vuelvo a esa bendita tierra como uno más de vosotros. Me siento mexicano, y en estos momentos sólo pienso en México, en mi familia, en mis amigos, en todo un pueblo hermano que pide levantarse solo, pero que sólo le hace falta el cariño, ese abrazo internacional que le recuerda que hoy todos somos México.

 

En la Roma, en la Narvarte, en la Doctores, en la Condesa, en la Escandón, en la Del Valle, pero también en Puebla, y en Morelos, y en el Estado de México y en Tlaxcala lloran, lloramos a nuestros muertos, nuestros queridos muertos.

 

El Popo vuelve a lanzar sus lágrimas en forma de cenizas. Necesitamos tiempo para curarnos, para lamernos nuestras propias heridas; tiempo para que puedan cicatrizar. Pero estoy seguro que saldremos de ésta como siempre lo hemos hecho: unidos en la solidaridad y en el empuje en el rescate de la salvación de nuestro México que está cayendo en la abulia del estoicismo.

 

Un temblor ha matado a muchos de los nuestros. Un temblor ha sacudido a nuestro México para despertarnos. Pero mientras escribo este artículo en la soledad de La Oficina de Madrid, en estos momentos ya es de noche. Lloro por mis adentros porque una parte de mí como de mis hermanos mexicanos también ha quedado sepultada entre los escombros de la angustia eterna.

 

caem