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Aquel artista es bueno creando letras. Este otro es un experto firmando. Unos más tienen actividad en las calles, haciendo bombas. Los menos pintan retratos o paisajes hiperrealistas. Así sucesivamente se va dividiendo el espectro de la actividad del grafiti: pintar vagones, rayar vidrios del metro —actividad que lamentablemente ha caído en desuso—, dibujar monikers en los trenes, etcétera.

 

Se puede mencionar que dentro de los citados anteriormente, Meiz practica magistralmente casi todos. Su gráfica se distingue por la versatilidad. En la mañana hace wild style (el estilo clásico del grafiti, digamos, del cual partieron decenas de variantes tipográficas) y en la tarde un rostro detallado que dialoga con el artista español Belin, con el estadounidense El Mac o con los mexicanos Coca o Chronic.

 

De todas las vertientes del arte urbano, la hiperrealista es la que confronta más directamente al espectador con su mundo interior, con sus miedos e inseguridades, dejándolo en un estado de asombro; quizá, de indefensión. Lo vuelve insignificante, justo como realmente somos. Seres con pequeños problemas en una realidad conformada por acciones poderosas que transforman el todo.

 

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