Aquel artista es bueno creando letras. Este otro es un experto firmando. Unos más tienen actividad en las calles, haciendo bombas. Los menos pintan retratos o paisajes hiperrealistas. Así sucesivamente se va dividiendo el espectro de la actividad del grafiti: pintar vagones, rayar vidrios del metro —actividad que lamentablemente ha caído en desuso—, dibujar monikers en los trenes, etcétera.

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Se puede mencionar que dentro de los citados anteriormente, Meiz practica magistralmente casi todos. Su gráfica se distingue por la versatilidad. En la mañana hace wild style (el estilo clásico del grafiti, digamos, del cual partieron decenas de variantes tipográficas) y en la tarde un rostro detallado que dialoga con el artista español Belin, con el estadounidense El Mac o con los mexicanos Coca o Chronic.

De todas las vertientes del arte urbano, la hiperrealista es la que confronta más directamente al espectador con su mundo interior, con sus miedos e inseguridades, dejándolo en un estado de asombro; quizá, de indefensión. Lo vuelve insignificante, justo como realmente somos. Seres con pequeños problemas en una realidad conformada por acciones poderosas que transforman el todo.

El hiperrealismo, en el grafiti materializa aquella vieja idea de que la pintura es una ventana hacia otro universo. En términos generales, si bien los estilos del arte urbano no figurativos (la abstracción, la caligrafía y otros experimentos) abren ventanas mentales, sinápticas, la representación vívida de la realidad evoca estados en los que nuestra realidad se nota imperfecta y nos sentimos justo como después de haber visto una obra de teatro, de haber leído a Daniel Sada o a Dante: avasallados.

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Este tipo de obras superlativas manifiesta que nuestra realidad no es perfecta. Es más, que no lo es nimedianamente. Sin embargo, dada su alta factura se delatan como construcciones de genios, entes que sólo existen en papel, en sonidos, en nuestra imaginación. Lo anterior se deriva porque muy en el fondo apreciamos más al error que al esmero. La imperfección genera cercanía, familiaridad; la perfección, desconfianza.

El hiperrealismo de Meiz aspira a llegar a esas latitudes, a sembrar más preguntas que respuestas mediante diferentes ventanas que nos permiten asomarnos a nosotros mismos para después comprender a los otros y, finalmente, hacer mella en la raíz de todo cambio: la acción.

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