Son pocos, muy pocos los dictadores que no terminan purgando sus atrocidades.

 

Francisco Franco fue uno de los pocos que se libró, aunque murió entre tubos en una lenta agonía que duró semanas. Había una obstinación de los médicos y especialmente de los cargos militares, de que su corazón siguiera latiendo para que así lo hiciera su régimen que se moría con el estertor de Franco, también se escuchó el postrero de su régimen.

 

Benito Mussolini o Adolfo Hitler murieron entre el escarnio de una muchedumbre enfervorecida, el primero, y el suicidio al verse acorralado, el segundo. Eso sí, ambos murieron con sus amantes.

 

Muchos años más tarde, Saddam Hussein murió en la horca de la cárcel de Abu-Ghraib, la misma en la que él mandó torturar, vejar y asesinar a millones de iraquíes que pensaban que no existía la libertad.

 

Gadafi, que veía a Libia como su latifundio, murió en una horda acalorada que reclamaba sed de venganza después de muchos años de tropelías y así podría seguir con uno, y otro, y otro y otro.

 

Fidel Castro, como Franco, también fue de los pocos que se libraron. Se fue sin rendir explicaciones de los miles de muertos y torturados que hubo durante su “régimen”, que hoy lo sigue perpetuando su hermano Raúl, aunque ya de manera descafeinada.

 

Cuando a finales de la semana pasada, Nicolás Maduro liberó a Leopoldo López, luego de tres años de cautiverio, lo hizo sólo por el hecho de ganar tiempo. Es cierto que Hugo Chávez fue un dictador, pero, al menos, tenía un concepto de Estado autártico, pero de Estado al cabo. Además, tenía un sentido de la jerarquía y de la disciplina, fruto de sus enseñanzas militares.

 

Esto no es ninguna defensa al tirano, pero sí una comparación con quien delegó como su hijo prodigo, Nicolás Maduro, que está dejando a la pobre Venezuela, en eso, en un gran país absolutamente depauperado donde las élites -él y sus amigos- viven como ricos, mientras la ciudadanía se muere todos los días. Claro que tampoco se podía pensar nada bueno de un camionero que dice que en la Tierra existen cinco puntos cardinales.

 

La aparente astucia del personaje no es sino una estulticia donde se evidencia la falta de capacidad política de Maduro.

 

Leopoldo López sale reforzado de prisión y sin ánimo de venganza. Él sí es un hombre de Estado. Pretende esa unión entre venezolanos que hoy parece poco reconciliable.

 

La pobreza en la que Maduro ha dejado Venezuela, los casi cien muertos desde hace tres meses el pueblo salió a la calle, el hambre y la escasez de productos de primera necesidad, la falta de medicamentos, la oposición con sed de venganza cuando los esbirros de Maduro entraron al Parlamento golpeando a diputados y periodistas, la conversión en mártir a Luisa Ortega, la fiscal general de la República; hacer que en una parte, no menor del Ejército, comience a haber disidencias, lo mismo que en las propias filas chavistas. Todo ello está configurando el hecho de que Nicolás Maduro se haya convertido en un funambulista que se puede caer al vacío en cualquier momento.

 

Los tres años que Leopoldo López ha pasado injustamente en prisión pueden ser el revulsivo para que la dictadura de Nicolás Maduro toque a su fin. Eso sí, Venezuela tendrá que saber encauzar su camino hacia la libertad. De lo contrario, corre el riesgo de un enfrentamiento civil.

 

Lo mejor que le podría pasar a Venezuela es que este tirano de poca monta, que jugó a ser un político dictador llamado Nicolás Maduro, se exiliara y llegara así la democracia. Claro que no podría marcharse así como así. Los dictadores deben purgar su culpas, y Maduro no debe ser una excepción.

 

caem