El pasado 26 de septiembre, durante un mitin en el Zócalo de la Ciudad de México, Vidulfo Rosales –abogado que ofrece apoyo legal a los padres del caso Ayotzinapaanunció la creación de un “frente amplio que coadyuve a la transformación radical” del país. Tras el evento, algunos comunicadores interpretaron esa declaración como el inminente intento de crear un nuevo partido político. El periodista Ricardo Alemán, en su artículo “¿No qué no? Los ’43’ van por un partido político”, escribió que, aquella tarde, se vio “una verdadera perla del oportunismo que confirma (…) un diseño político electoral” del movimiento.

 

No suscribo el tono ni el artículo de Alemán. Lo que sí creo es que, en cierta medida, distintas manos han torcido políticamente el caso Ayotzinapa –proceso inevitable en eventos tan socialmente disruptivos como éste–. Pero, con la no violencia como requisito primo e inexorable, la incursión política de movimientos sociales genuinos debería ser apoyada por el Estado, debería ser un paso natural y no debería espantarnos.

 

Un ejemplo de esta visión lo da el activista norteamericano Micah White, cocreador del movimiento #OccupyWallStreet, que entre 2011 y 2012 inspiró protestas –tanto en Estados Unidos como en otros 82 países– contra la desigualdad del ingreso, la excesiva influencia del dinero corporativo en los gobiernos y la corrupción política, principalmente. En entrevista con Los Angeles Review of Books sobre su nuevo libro El fin de la protesta, White declara que un movimiento social debe “crear estructuras que le den una permanencia”, ya que “sólo se puede llegar hasta cierto punto cuando haces exigencias a la gente en el poder. Lo que en última instancia tienes que hacer es convertirte en la gente en el poder”. Luego recalca su idea con un ejemplo que aún resuena en mis oídos mexicanos: “Si deseas cambiar la policía, abolir la policía o convertirte en el jefe de la policía, entonces tienes que ganar elecciones”.

 

En otras palabras, gritarle al poder suele lograr cambios mínimos; los verdaderos cambios –profundos, trascendentes y longevos– los logra quien cuenta con el aparato institucional para semejante reto. La indignación y los deseos de justicia deben competir a través del sistema –con “sistema” me refiero a las instituciones electorales y la normalidad democrática que México ha logrado construir tras varias décadas, y no a nuestro establishment político o la plutocracia nacional.

 

Pero se vislumbran tres problemas inmediatos. Primero, la mayoría de los movimientos sociales vistos como “nacionales” no busca –o no tiene la fuerza para buscar– legitimidad mediante las urnas. Segundo, la competencia equitativa no es precisamente el orgullo de nuestro sistema electoral. Tercero, existen mecanismos que podrían usar para aspirar al poder, como las candidaturas independientes o una conformación de partidos políticos más sencilla, pero las primeras son objeto de bloqueos y la segunda requiere un amplio consenso político.

 

Aun así, si los padres de los normalistas desean, por propia voluntad, conformar un frente o partido político pacífico, adelante. Es más, otros movimientos sociales con esta característica, grandes o chicos, deberían buscar lo mismo: incidir a través del poder real –ya sea a nivel municipal, estatal o federal– y no sólo mediante la autoridad moral. En un país en el que desaparecen estudiantes, se queman guarderías, se asesinan mujeres y pocos pisan cárceles, la lucha electoral es, muchas veces, un despresurizador social necesario y, al mismo tiempo, la única forma de cambiar la realidad.