Como en todo matrimonio por conveniencia, hubo momentos en los que tanto el Real Madrid como Cristiano Ronaldo fingieron amarse, jugaron a prometerse incondicionalidad y fidelidad. El humano y su necesidad de sentir que se entrega, y su fantaseo con que se le han entregado, y su inclinación a persuadirse de que se ha envuelto en la relación más indudable…, aunque con dudas, eterno afán de constatación: ¿Soy el único? ¿Me lo prometes? ¿Me necesitas? ¿Es real?

 

 

 

Al final, o lo que luce como el final, siempre se supo que éste idilio era frágil; que su destino tras no pocas terapias de pareja (traducidas en exigencias de aumentos, en hablar de tristeza, en absurdos abucheos desde las gradas, en celos hacia otros compañeros, en no sentirse valorado), era el divorcio.

 

 
Como suele pasar, la ruptura entre Cristiano y el Madrid tiende a llegar en el momento que lucía más calmo, cuando se habrán visto al despertar asumiendo que, con más o menos cariño, juntos eran invencibles. Justo cuando club y crack daban señas de haber aprendido a cohabitar, justo cuando el inconmensurable talento del delantero se reflejaba en una catarata de títulos grupales (y ya no sólo los individuales de esos primeros años), justo cuando la grada blanca había comprendido el absurdo de pitar a tan titánico goleador, justo cuando todo se había acomodado para que envejecieran de la mano y eludiendo los recuerdos de un inicio de noviazgo suspicaz.

 

 
De la manera más dolorosa, Cristiano decidió hacer saber a su amante que se va de casa: por terceros, por trascendidos no desmentidos, por encabezados en idioma ajeno.

 

 
Es la cuestión fiscal (en la que caben numerosas interpretaciones), es el establecer a todo lo que corresponda a España como enemigo, es el culpar a la prensa (entre futbolistas como entre presidentes, ejercicio de paranoides) y es la exigencia de un apoyo que no cree haber recibido del club; pero es, en el fondo, un amor que sólo existió como pantalla. Disfraz tan efectivo que ha bastado para más de 400 goles y ser de lejos el máximo anotador en la historia de la institución más laureada de todos los tiempos; disfraz que a él también le ha permitido catapultarse a lo más alto del Olimpo del futbol con casi su quinto Balón de Oro; disfraz que hizo más felices los días y las noches de toda la afición blanca (incluso, único consuelo en los aciagos años del mejor Barcelona); disfraz que a uno y a otro redituó.

 

 
Quizá por todo lo anterior, la reacción del madridismo no ha sido de pánico, como lo sería la del barcelonista de enterarse que Lionel Messi se marcha. Más pronto que tarde, el matrimonio por conveniencia revela su artificialidad.
Otra cosa es que, si finalmente se separan, los dos terminarán por dimensionar su vacío; sólo entonces se valorarán en su medida: él no hallará sitio que le permita acumular tamaña cantidad de goles y galardones; ellos no conseguirán, quizá ni en 50 años, a quien suponga tan demoledoras cifras: para uno y para el otro ya nada será igual.

 

 
Por eso no asimilo su separación: porque en esta historia, el mejor matrimonio posible es con escenografía y antifaces, aun cuando llegada la medianoche cada cual huya a su esquina de la cama y ponga cara de fastidio al recordar con quién amanecerá.

 

 
Twitter/albertolati

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