Si Barataria es la isla que don Quijote ofrece como recompensa a Sancho Panza, igual de ilusorio resulta el barrio en la capital trinitaria, Puerto España, que lleva ese nombre.

 

 

Lejos de los corporativos, de la derrama económica a causa del petróleo en tan cercana vecindad con Venezuela, de las crecientes inversiones chinas y británicas, una colina con marginales casas frágilmente empinadas.

 

 
En Barataria buscamos al ex seleccionado de Trinidad y Tobago, Stokely Mason, quien nunca pudo ser futbolista de tiempo completo y a la fecha trabaja de madrugada en el puerto. Hablamos de los momentos previos a la fractura de Cuauhtémoc Blanco en octubre de 2008.

 

 
“Él era muchísimo de decirte tonterías en la cancha. Mucho de decirte, “te vamos a ganar”, “te vamos a golear”. Se reía, hablaba, pasaba al lado, hablaba de nuevo, te provocaba. Luego te hacía su viejo truco, de saltar con el balón agarrado con los dos pies. Te lo hacía dos, tres veces, y eso te avergonzaba”, explica Mason rodeado de niños y en un inglés tan cantarín que cuesta entenderle.

 

 
A lo largo de esa estancia en Puerto España, a mediados de 2015, revisé la jugada de la lesión a Cuauhtémoc con varios de los seleccionados trinitarios que estuvieron ese día en el Azteca. La mayoría insistía que no existió afán de lesionar y coincidía en lamentar lo padecido por Ancil Elcock tras esa barrida, como resaltaba el capitán, Angus Eve: “Ancil sufrió mucho. Perdió su contrato en Estados Unidos. Tenía un buen contrato en la MLS. Fue perseguido. Perdió, perdió mucho; de hecho, no tiene trabajo hoy. A veces un incidente puede cambiar el resto de tu vida”.

 

 
Si la de Cuauhtémoc ha sido la lesión más dolorosa en la historia del Tri (acaso junto con la de Alberto Onofre previo al Mundial de 1970), frente a Trinidad y Tobago también se padeció la eliminación más trágica que nuestra selección recuerde; de hecho, la primera vez en épocas contemporáneas en que dejamos de ir a una Copa del Mundo al no lograr calificar fue en Alemania 1974.

 

 
Everald Cummings, verdugo tricolor en el funesto Premundial de Haiti, me recibe con música de mariachis y mostrando a la cámara un calendario azteca. Narra que el plantel trinitario era semiprofesional (“Teníamos policías, soldados, bomberos, y debimos ir con sus jefes para pedirles permiso para que jugaran”). Que México pagó el exceso de confianza (“Estaba claro que no nos habían estudiado. No sabían nada de nosotros. Pensaban que golearían sólo por ser México”). Que cuando ya ganaban con dos goles suyos, el pánico se apoderó del once vestido de verde (“Podías ver en sus caras las dudas de si podrían volver a casa, de qué pasaría llegando a su aeropuerto”).

 

 
Desde el extremo sur del Caribe, ese archipiélago que apenas pasa del millón de habitantes y tiene una profunda tradición descendiente de la India (incluido el nobel de litetarura, V.S. Naipaul), nació destinado a rasparse futbolísticamente con México, lesión y eliminación incluidas.

 

 
Este martes, otra vez, en ese estadio de Puerto España y ante esa grada de la que desprende un inevitable olor a hierba, el Tri en Trinidad.

 
Twitter/albertolati

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