No por poco novedoso, deja de ser absurdo: eso de trasladar al contexto deportivo una crisis política es asunto eficaz y por ello a la vez trillado.

 

Como parte del rostro de amenaza que el gobierno ruso ha lanzado al turco tras el incidente del avión F-16 derribado, el futbol ha sido incluido. Dos medidas irrelevantes en términos económicos e incluso eventualmente bélicos, aunque con gran repercusión mediática: primero, la cancelación de los campamentos de entrenamiento de clubes rusos en Turquía; después, la prohibición de contratar a futbolistas turcos para la liga rusa.

 

Es común que varios planteles rusos trabajen en territorio turco durante el mes de enero, en el que frena su actividad oficial a causa del invierno, circunstancia cancelada para este arranque de 2016. Spartak de Moscú, así como los dos equipos de la ciudad de Krasnodar (el Kuban y el FK) anunciaron que sus planes habían cambiado y que modificarían su sitio de prácticas. Ya entrados en gastos y con voluntad de mostrar su fervor paneslavo, el Estrella Roja serbio (patrocinado por el gigante ruso, Gazprom) también ha anulado su campamento de inicio de año en Turquía.

 

El complemento ha llegado en declaraciones de Vitaly Mutko, quien es a la vez Ministro de Deportes, Turismo y Juventud, así como presidente de la federación rusa de futbol y hombre fuerte del Comité Organizador del próximo Mundial. El político rechazó la posibilidad de que sus clubes agremiados contraten futbolistas turcos en el mercado de invierno que está por comenzar; para evitar dudas respecto a su mensaje, insistió que sí, que se ha indicado a los equipos que los elementos turcos no son elegibles.

 

La crisis es severa y Rusia ha encontrado en el futbol la forma de enterar a los ajenos a la política. Deporte tantas veces utilizado para acercar pueblos y suavizar conflictos, como tantas otras para alejar y poner hielo o fuego a relaciones entre países.

 

El anfitrión de la Copa del Mundo que arrancará en dos años y medio, avanza hacia el certamen envuelto en crisis y discordias: con Ucrania, con la Unión Europea, con Estados Unidos, ahora con Turquía, con su rol primordial en la defensa del régimen de Bashar al-Assad (porque no es sólo el ataque al denominado Estado Islámico, sino también la perpetuación en el poder del presidente sirio). Incluso, con la Federación Internacional de Atletismo y la Agencia Mundial Antidopaje, a raíz de las revelaciones del encubrimiento y corrupción impregnado en su deporte. Con cualquier otro país sede y acaso con algún mandatario que no fuera Vladimir Putin, un momento de tamaña rispidez podría tener repercusiones para quien está por albergar un Mundial. Pero Rusia parece a salvo, por mucho que sus dos grandes amigos en la FIFA, Sepp Blatter y Jerome Valcke, ya han caído (inolvidable la frase de Valcke en 2013: “Menos democracia es mejor para organizar un Mundial (…) Cuando se tiene a un fuerte jefe de Estado que pueda decidir, como puede ser Putin en 2018 (…) para nosotros los organizadores es más fácil que en un país como Alemania, donde uno debe negociar a diferentes niveles”).

 

Mientras la tensión ruso-turca se agudiza y futboliza, una agradable señal en el partido de futbol femenino, eliminatorio para la Eurocopa 2017, sostenido entre las selecciones de estos dos países. Los aficionados que acudieron al cotejo en Fethiye, Turquía, aplaudieron el himno de la nación rival. Situación que, sin embargo, no es la norma y por ello Bélgica intenta prevenir la asistencia de seguidores rusos al partido de Champions League en Gante de la próxima semana, para evitar choques con su amplia población turca.

 

¿Hasta dónde llegará la crisis? Lo único seguro es que sin importar el rumbo que tome, el futbol será llevado de la mano para hacer audible el mensajes a quienes nada quieren ni buscan en la política.

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