Algún sentido de tragedia griega se esconde en el futbol; llámenle maldición, llámenle oráculo, llámenle condena, pero en la cancha, acaso como en la vida, es difícil escapar a lo que el destino tan a rajatabla ha asignado.

 

Once años y medio después de haber salido de la casa que le vio nacer y empezar a crecer, Sergio Ramos se atrevió a desafiar a unas gradas que, imprescindible aclararlo, no habían sido lo justas con él que debieran: insultos, descalificaciones, ensordecedores abucheos a quien, guste o no, como mejor central del mundo, como campeón de todo, como autor de goles milagrosos, desde la distancia se elevaba también como bandera de Sevilla, ciudad y club, cultura y futbol.

 
Cual mero títere del destino, cual protagonista del más cruel Shakespeare, a Ramos le sucedió este domingo lo peor que podía haberle sucedido: justo unos días después de gritar basta a los radicales del Estadio Sánchez-Pizjuán (y, en el acto, enemistarse con los que no lo son), marcar ahí mismo en su propia portería.

 
Los griegos, tan amantes de la tragedia y tan temerosos del oráculo, solían referirse al concepto de Hibris o Hubris; especie de desafío a los astros; sobradez, menosprecio, desdén, hacia la capacidad de los dioses para entorpecerlo todo; el riesgo de dar por sentado nuestro control sobre unas cuerdas que son manipuladas desde otro lugar y en otra dimensión.

 
Bajo tal noción, Sergio Ramos se aventuró a una evidente Hibris el jueves pasado, padeciendo las consecuencias este domingo; tan cerca de los minutos finales que le pertenecen para fulminar al rival y con la misma cabeza con que suele hacerlo, se topó con el autogol más doloroso e ingrato.

 
Ramos, como el Real Madrid, no necesitará de un par de partidos para levantarse, porque su naturaleza es hacerlo de inmediato, acto reflejo que sigue a la caída, instinto guerrero de supervivencia. Ahí y así terminó una racha merengue de 40 cotejos sin derrota, como pudo haber culminado tantas veces antes (para no ir muy lejos, el mismo jueves del valiente desafío o, en diciembre, cuando en el minuto noventayRamos, Sergio empató al Barcelona).

 
Tan sólido y seguro de mente como de cobertura, Sergio Ramos sólo vivió en Sevilla una especie de recordatorio: que incluso para las criaturas más seguras, hay inevitables sorpresas; que aun para los más convencidos, el fatalismo es una posibilidad.

 
Ya podemos culpar a algún conjuro andaluz o zanjar el debate con el citadísimo tópico de “así es el futbol”. La realidad es que el gran capitán osó desafiar a los mares. Y los mares, tan desbocados y autónomos, no entienden otra ley que la propia.

 
El niño prodigio no regresa a casa, porque su casa ya es en el exilio, condenado para siempre a profetizar lejos del Pizjuán.
Twitter/albertolati

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