La excepcionalidad mexicana, la peculiaridad de nuestra liga, el exotismo de nuestro futbol, quedó evidenciada esa lluviosa mañana de febrero en Tokio.

 

A unos meses de la Copa del Mundo de Corea-Japón 2002, el entonces secretario general de la FIFA, Michel Zen-Ruffinen, oficializaba la universalización de la agencia libre; es decir, que el futbolista que terminara contrato en cualquier sitio del mundo era libre de firmar para el equipo que quisiera sin que fuera necesario el pago de un traspaso.

 

Noción que ya había sacudido al futbol europeo seis años atrás con la entrada en vigor de la Sentencia Bosman y al brasileño cuatro años antes con la aprobación de la Ley Pelé por parte del presidente Fernando Henrique Cardoso.

 

Una batalla centenaria llegaba a su fin. Basta con recordar que la primera tentativa de un sindicato de futbolistas nació en Inglaterra en 1898 justo como combate contra esa especie de esclavitud, contra ese seguir perteneciendo a un equipo y no ser libre de marcharse a otro, cuando ya no existe contrato o vínculo legal vigente.

 

Medida que, no obstante, ese día en Tokio, exentó a México. Desde que Zen-Ruffinen aterrizó en el aeropuerto de Narita, me acerqué para solicitarle una entrevista, la cual debió posponerse porque Joseph Blatter le pidió que lo acompañara en su coche rumbo al hotel (a todo esto, ya era más que palpable la tensión que llevaría meses después al joven secretario a su dimisión, tras oponerse a los desfalcos financieros detectados en el organismo). Así que llegada la conferencia de prensa, en cuanto recordó mi procedencia, pidió que habláramos después a solas. ¿La razón? No sólo hacer honor a su palabra de conceder esa entrevista, sino explicar que nuestro país quedaba dispensado por dos años de la nueva regulación, “porque es un futbol peculiar, con un sistema de transferencias muy distinto que va a adaptarse”.

 

Es decir, la FIFA otorgaba una prórroga exclusiva a México para instaurar la ya universalizada agencia libre. Transcurrido ese período, nació el denominado “pacto de caballeros”: no se firmaría a quien culminara contrato y se pretendiera desvincular sin autorización de su viejo club…, o sea, que en México el nuevo reglamento de la FIFA se aceptó, pero se ignoró.

 

El punto medular de Rafael Márquez ahora que persigue la creación del sindicato de futbolistas tiene que ser acabar con ese pacto. Un sindicato que habrá de defender al jugador menos privilegiado (no olvidemos que las huelgas en los deportes estadunidenses han sido, precisamente, por las condiciones de los novatos y quienes menos reflectores tienen) y cuya base imperativa ha de ser la que el propio ex barcelonista ha detallado: que no sean casi todos los jugadores alineados en él, sino todos, todos, todos, sin excepción.

 

Los futbolistas ingleses ya saltaron contra ese tratamiento de propiedad en el lejanísimo 1898. Los mexicanos lo han intentado varias veces, nunca alcanzando un éxito definitivo.

 

Si Márquez lo consigue, será un legado incluso superior que sus dos Champions League y sus cuatro Copas del Mundo como capitán tricolor.

 

Desde aquella lluviosa mañana de febrero en Tokio, ya llovió demasiadísimo y los dos años de prórroga en términos prácticos ya son 15. Más, mucho más, que suficiente para, en términos de Zen-Ruffinen, haberse adaptado.

 

Twitter/albertolati

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