La grandeza lucía demasiado cercana como para darse por perdida u olvidada; tan cercana como un título de liga en España diez años antes o dos subcampeonatos de Champions ya en plenos dosmiles.

 

Por ello la afición valencianista tuvo derecho a ilusionarse cuando en 2014, el magnate singapurense Peter Lim compró la mayor parte de las acciones de un equipo quebrado y con las obras de su estadio paralizadas desde 2009; estadio vislumbrado cuando existía otra España, previa al estallido de la burbuja inmobiliaria y la euro-crisis, que contribuyeron a ahogar a este club.

 

Lim se presentaba como el millonario que todo equipo a la deriva desea; amante del futbol, deseoso de la celebridad internacional que sólo este tipo de juguetes regala a un empresario, rápido para integrarse a las dinámicas de la ciudad, insistente en que defendería la tradición local, estrafalario y, sobre todo, con muchísimo dinero listo para ser inyectado.

 

El inicio fue tan prometedor como para intuir que el Valencia estaba muy pronto de vuelta en el sitio que le corresponde: justo detrás de los principales titanes de la liga española.

 

Por esas épocas de auge, locuacidad y mesiánicas declaraciones, trascendió que Lim había desembolsado una fuerte cantidad para explotar los derechos de imagen Cristiano Ronaldo. Su músculo era evidente y todo hacía sentido: ni jeque ni oligarca, el nuevo magnate del planeta futbol venía de Singapur y operaba desde Valencia.

 

Un par de años después, la desilusión no puede ser mayor. La relación de Lim con el poderoso representante Jorge Mendes, ha contribuido a que el interés menos defendido sea el del aficionado naranjero y la crisis es tan grande como para haber desatado fuertes manifestaciones el martes.

 

Por tercera ocasión en la campaña (y no vamos ni a medio torneo) el Valencia ha cambiado de director técnico, con las principales figuras ya vendidas y la negativa de Lim a traer refuerzos.

 

Que no todo lo que es oro brilla, conceden hoy en tan futbolera ciudad; su equipo convertido en mero eslabón en la cadena de las comisiones y los negocios del balón, para colmo enrarecido por un millonario aburrido de inmediato con su juguete y con un entorno político-económico muy adverso.

 

Para los equipos quebrados suele haber dos caminos: el primero, ir paso a paso rumbo a las cifras sanas, recuperando de a poco cada escalón perdido, con sacrificio y buenas decisiones, proyectos sólidos, visión a largo plazo; el segundo, recibir a un dadivoso patriarca que de la noche a la mañana cambie todo a golpe de billetes.

 

Como exitoso ejemplo de esto último, destacan Chelsea, Manchester City y París Saint Germain; tres excepciones que confirman la regla: lo común es que si un magnate llega asegurando que salvará con bonhomía a una institución deportiva, no haya que creerse demasiado sus palabras.

 

Twitter/albertolati

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