En los años más extremos del hooliganismo inglés, la cara sinuosa del río Támesis a su paso por Londres estableció trincheras y rivalidades. Alargada M, que inicia en el célebre Tower Bridge y termina, tras un tortuoso zigzagueo, en la fábrica de armamento de Woolwich, justo donde naciera el Arsenal antes de mudarse al norte de la ciudad.

 

 

Por ahí está la llamada Isla de los Perros, cuna del club Millwall, que ni es isla ni tiene perros; lo mismo, unos kilómetros al este se ubica The Den, su actual estadio, “La Guarida”, por apodarse al equipo Los Leones; o, en la ribera norte del río, el barrio de West Ham y su ya difunta cancha de Boleyn Ground.
El primer incidente violento entre las aficiones de Millwall y West Ham está registrado en 1906; virulenta enemistad a raíz del choque entre trabajadores portuarios de compañías distintas, de su falta de consenso sobre huelgas y exigencias laborales, de sus disputa por precios y clientes, de su inevitable desgaste de relación por verse toda la semana en los muelles y el sábado en las gradas. Eso, más la marginación tradicional del este londinense, la frustración por las nulas oportunidades contrastadas con la bonanza de otros puntos de la urbe, la exacerbación de racismo ante la llegada justo a esas calles de inmigrantes y refugiados de diversos sitios (dependiendo el momento, irlandeses, judíos, africanos, antillanos, ex soviéticos, bangladeshíes).

 
Cuando los proyectos cinematográficos decidieron reflejar el planeta Hooligan, no tuvieron duda: el Millwall ocuparía en casi todo guion, ya de ficción, ya de documental, un rol medular; la cultura, la moda Inter-City (viajar de incógnitos a los partidos en trenes menos revisados y con ropa casual), los temas debatidos por sociólogos, las borracheras de tarros y golpes.

 
Eso propició que un club de tradición tan violenta se hiciera querido y seguido por muchísimos ajenos. Uniformes y parafernalia pedidos desde multitud de lugares, rijosos de ocasión que viajan a juegos del Millwall para ver si se pueden llevar el recuerdo de un pedazo de bronca a casa, turistas intrépidos listos con la cámara fotográfica, cánticos que, extrañamente, han sido importados a sitios y culturas remotos (tres ejemplos: No one likes us, we don’t care!; We are the Millwall, so fuck all the rest!; And if you are a West Ham fan, surrender or you’ll die!).

 
Por supuesto, los violentos no son ni por mucho mayoría y varias familias acuden en perfecta paz a un cotejo en The Den, donde además se puede comer un soberbio Fish and Chips y escuchar algo del dialecto rimado cockney. Pero la fama ahí está, pese a que hablamos de un equipo que apenas ha jugado en la máxima categoría en un par de temporadas y que suele vivir entre segunda y tercera división.

 
Este fin de semana, el Millwall enfrentó a Tottenham en cuartos de final de la Copa FA. Entre gritos racistas contra el jugador coreano de los Spurs, Son Heung-min, y disturbios en los alrededores del estadio White Hart Lane, el Millwall convirtió en vergüenza uno de los días más especiales en su historia reciente.

 
Esa M trazada por la cara más curva del Támesis, esa Isla de los Perros, esa guarida del león, ese símbolo del futbol de la clase trabajadora londinense, no halla la paz.

 
Víctima de su propia reputación, el Millwall todavía atrae a quien necesita motivos para pelear y discriminar.

 
Twitter/albertolati

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