¿De qué sorpresa –o, más bien, de cuánta– se puede hablar al referirnos a la irrupción de un talento de esas proporciones? Ya en la adolescencia de Pelé se percibió su potencial al grado de haberlo hecho mundialista a los 17 años, como ya en plena niñez Diego Armando Maradona iluminaba estadios dominando el balón al medio tiempo, como ya a los doce años el Barcelona asumió que no había mejor negocio que pagar un tratamiento endocrinológico a ese niño rosarino que no podía crecer, Lionel Andrés Messi.

 

En el Camp Nou no crecería tantos centímetros en estatura, pero sí kilómetros en genialidad, recursos y competitividad, con un don único para encontrar la portería con delirante recurrencia.

 

Pero hablaba de la sorpresa o de la capacidad para sorprendernos con los logros de ciertos predestinados. Y la realidad es que novedad no fue: Messi apuntaba altísimo desde antes del infantil exilio (mucho más de un gol por partido desde que el Newell´s le tomó registro), apuntó todavía más alto al pisar cada categoría de las divisiones menores catalanas (incluso siendo el menor en cada escalafón no sólo en tamaño sino en edad) y así ha apuntado desde entonces (siendo, con menos de treinta años, máximo goleador de la liga española, en la historia barcelonista y en la selección argentina, así como el mayor ganador que haya existido de Balones de Oro).

 

La sorpresa con él, y dicho a doce largos años de su debut, va en tres sentidos: primero, su constancia; segundo, su insaciabilidad; tercero, su siempre devorado límite, techo permanentemente empujado hacia el infinito.

 

 

Hemos disfrutado de muchos grandes futbolistas, aunque de muy pocos (o acaso de ninguno) que tan a menudo hayan hecho lo que el pequeño ofensivo blaugrana hace hasta dos veces por semana. Muchos porque tuvieron suficiente, otros porque se distrajeron en el frenesí del estrellato, algunos más porque no supieron sostener por tanto tiempo su excelencia, el resto porque se rezagó víctima de lesiones o meras circunstancias de su vida, pero llegar a doce años con ese balance de anotaciones, asistencias y títulos, convierte a Messi en único; por si faltara, esos números no reflejan los golazos y genialidades exhibidos por partido.

 

 

Por poner un paralelo: nadie que haya seguido los inicios de Michael Phelps pudo sorprenderse con sus medallas en Atenas 2004, aunque sí de que en Río 2016 continuara como propietario de la piscina; similar con todo niño prodigio que envejeció sin bajar de la cima: Roger Federer o Kobe Bryant, Mozart o Picasso, lograron, como Messi, algo inaccesible para otros gigantes: una pasmosa longevidad, silla estacionada en la cúspide.

 

Ahora, como a cada halago, muchos brincarán con la cantaleta de que no ha ganado nada con la selección mayor argentina. Es cierto, como lo es que eso no puede disminuir sus méritos.

 

 

Clamaba el poeta Carlos Drummond de Andrade que “Lo difícil, lo extraordinario, no es hacer mil goles como Pelé. Es hacer un gol como Pelé”. Dicho eso, tengamos claro: lo extraordinario no es acumular doce temporadas como las de Messi, porque con una de ellas bastaría.

 

Twitter/albertolati

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.