De deporte extremo también está hecho el futbol: adicción a la adrenalina, turismo aventura, esparcimiento convertido en peligro.

 

Deporte extremo que a menudo –pensemos en la semifinal del martes entre Bayern y Atlético– resulta ineludible. Deporte extremo que, en el caso de este miércoles en el Real Madrid-Manchester City, fue mera alternativa al ocio, especie de continencia para no echar a perder la emoción, delicado acto de no consumar para no consumir la flama.

 

¿Por qué sufrió el Madrid? ¿Por qué pasó buenos minutos del segundo tiempo atrincherado? ¿Por qué suspiró al observar que el disparo de Sergio Agüero se iba por encima? ¿Por qué debió de contener la respiración cuando en los minutos finales su portero corrió a despejar de cabeza? Porque no supo (o no quiso, o no se atrevió) a ganar antes una eliminatoria en la que fue superior casi de cabo a rabo.

 

Como sea, está en la final. Y, como sea, ahí volverá a encontrarse con su más íntimo rival. Tan íntimo, que sus estadios están separados por escasos siete kilómetros, periplo agradablemente caminable por la Castellana hasta llegar, previo paso por la Puerta del Sol, el Paseo de los Melancólicos y otros puntos de nombres igual de idóneos para la metáfora, al Paseo de la Virgen del Puerto junto al río Manzanares.

 

Al margen de la inútil adrenalina secretada, resulta muy curioso que esa rivalidad citadina, con equipos que normalmente no se han contemplado desde la misma altura, con los complejos de modestia y sacrificio de uno directamente proporcionales a los afanes de grandeza y aristocracia del otro, se convierta por segunda vez en tres temporadas en toda una final europea.

 

Cuando en mayo de 2014 los merengues arrebataron el título a los colchoneros de tan cruel manera, se pensó que tendrían que transcurrir décadas para una genuina revancha, porque estaba claro que tamaña afrenta no se vengaría más que en idéntica magnitud de duelo. El destino ha sido generoso con los colchoneros; si al Madrid, al más puro estilo del filme Casablanca, “siempre le quedará Lisboa”, el Atlético bien podrá agazaparse a perpetuidad en el Castello Sforzesco de Milán y encontrarse espiritualmente en su Duomo, bajo esa Madonnina que da nombre al derbi milanés, lejano hoy a estos niveles –suena el himno no oficial de la ciudad, en dialecto lombardo: Oh, Mia Bella Madunnina, che te brilet de luntan (…) Tütt el mùnd a l’è paes, e semm d’accord, ma Milan, l’è on gran Milan! (“Oh, mi bella Madonnina, que brillas desde lejos (…) El resto del mundo no es más que una aldea, y estamos de acuerdo, porque Milán es un gran Milán”).

 

Símbolo de nuestros días, lo más local, que es un derbi, vuelve a ser lo más global, que es una final de Champions.

 

Milán y su Madonnina, Milán en su barrio de San Siro, Milán desde su Corso Buenos Aires, será Madrid por una noche. A fines de este mes, para allá desvía su caudal el Manzanares. Lo único seguro, es que en esa final el futbol será deporte extremo y del que no se puede evitar.

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