Una cenicienta con sospechas de conspiración, menos conmovedora, más discutida. En todo caso, y pese a ya no ser tan amada por los neutrales, aún cenicienta.

 

 

El Leicester City, el más sorpresivo campeón no sólo en la historia de Inglaterra sino de todas las grandes ligas europeas, ha avanzado a cuartos de final de Champions League tras superar a un Sevilla confrontado por la peor Ley de Murphy: un penal fallado en cada partido, un expulsado absurdo cuando mejor jugaba en la vuelta, los postes aferrados a echar fuera sus remates, un portero rival inspirado y una eliminatoria que desde la ida debió definirse a su favor.

 
Pero el Leicester volvió a ser el superviviente, el fervoroso, el sacrificado, el que a partes iguales derrocha agallas y corazón, el que no tiene problema en confundir sudor con sangre. Tan lo volvió a ser, que incita a las dudas: ¿puede el cambio de director técnico modificar un desempeño de tal manera y tan de repente?, ¿a qué obedece la baja de juego, la falta de entrega, la displicencia que de un día para otro quedan se revierten?
Eso, más otro punto medular: Claudio Ranieri sólo debía irse de Leicester dejando detrás una estatua a la entrada del estadio y su nombre para la avenida aledaña. Por menos de lo que él hizo en esa plaza, otros entrenadores tienen categoría de patriarcas y varios monumentos en otros sitios.

 
No obstante, se fue despedido y denigrado, despojado de confianza, con el plantel en suspicaz baja de juego; ese mismo plantel de humildes que nunca soñaron con esas gestas, ni con títulos, ni con escuchar en vivo el himno de Champions, ni con convocatorias a la selección o Eurocopas; muchos de ellos, ni siquiera, con consolidarse en primera división y dejar de vivir rebotando entre clubes de diferentes categorías, con sueldos y condiciones paupérrimos.

 
Algo, incluso mucho, habrá hecho mal Ranieri; las relaciones se desgastan, las rutinas empalagan, los amores adolescentes pronto cansan y tras consumarse se consumen, lo intenso casi nunca es duradero; también, no es descartable, haber fracasado en mantener motivados a quienes habían tocado el cielo menos esperado. Sin embargo, la única forma en que no podía irse, era esa y la única etapa que no podía sucederle, era esta: con un once, idéntico al suyo, ganando dos partidos al hilo en la Premier y metiéndose a cuartos de la Champions, como si el único culpable fuera quien, en realidad, resultó el primero de los responsables de esa maravillosa historia.

 
Robin Hood ha vuelto a robar a los ricos, pero ya nada es igual en su Sherwood. Ese espíritu que tanto contagiaba a los aldeanos, que tanto los reunía alrededor de Little John Vardy, hoy es otro. Eso sí, las flechas siguen siendo igual de sorpresivas, igual de reivindicativas de su humildad. Lo son, como la cenicienta sigue siendo tal, aunque le veamos un dejo de conspiración e impureza a cada paso con sus zapatos de cristal, aunque la única de sus secuelas prohibida, haya sido la que hoy vivimos.

 
Twitter/albertolati

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