Quiso el destino que la peor pesadilla futbolera de México en Estados Unidos compartiera nombre con otra ciudad, en su momento pesadilla estadunidense por causa mexicana: Columbus.

 

Por homenajes al navegante Cristóbal, hasta 20 localidades del país norteamericano se llaman en honor a su apellido, lo que da origen a la coincidencia: que Pancho Villa invadió Estados Unidos en 1916, precisamente en Columbus, Nuevo México (hasta antes del 11 de septiembre de 2001, el último ataque extranjero sufrido en su principal territorio) y que el balón se obstinó en forjar una maldición tricolor de dos goles contra cero en la Columbus del helado Ohio.

 

Más allá de que la árida Columbus del Sur es hoy todo un altar de remembranza al paso de Villa (el museo, los nombres de restaurantes y calles, lo poco que hay en el pueblo compuesto hasta en 80% por mexicanos), la del Norte es capital de uno de los estados que apenas el martes fueron debacle de Hillary Clinton y el sueño hispano; el siempre impredecible Ohio, sin el que nadie ha logrado ser Presidente desde 1960, cuando John Kennedy llegó a la Casa Blanca pese a no haber conquistado esos votos.

 

Pero, dejémonos de Pancho Villa y, por enrarecido que vaya a ser el ambiente en el estadio con la victoria de Donald Trump, de comicios electorales; Columbus se convirtió en apenas 12 años en el fortín del balompié estadunidense; al mismo tiempo, en símbolo máximo de una hegemonía, la nuestra, que súbitamente caducó.

 

La historia comenzó por dos factores: que ése fue el primer escenario construido específicamente para futbol y que la directiva del Columbus Crew formuló una estrategia para llenar las gradas de aficionados a la Selección local y no a la que suele parecer local en casi todo el país.

 

Una certeza: que en las cuatro derrotas eliminatorias de 2-0, México ha tenido mejor plantel que EUA. ¿El clima casi siempre frío? ¿Las tribunas que sin tener cuota alguna de la hostilidad centroamericana, son adversas? ¿El no saber hacer juego al acérrimo rival y vecino? Yo lo resumiría en carácter, en fuerza colectiva, en consistencia, en solidez mental…, mismos factores que bastaron para que Estados Unidos se impusiera en el más importante cotejo que hayamos sostenido, en pleno Mundial 2002; el resultado en Corea, fácil de atinar, también fue dos a cero.

 

Desde el 28 de febrero de 2001, con Enrique Meza en el timón, hasta el 10 de septiembre de 2013, en el incómodo interinato de Luis Fernando Tena, pasando por 2005, con Ricardo La Volpe, o 2009, en el naufragio de Sven-Göran Eriksson, el resultado ha sido perfecto para una afición que jamás pronunció mejor palabra extranjera que ese coro de “dos a cero”.

 

Dos ciudades con nombre compartido, ciudades con nombre que persigue a esta supurante vecindad, Estados Unidos y México se encuentran hoy para hacer eso que de tanto separarlos, ha sido de lo que más los ha unido: patear el balón.

 

En días tan confusos y polarizados, entre delirios de muros y segregación, a ver si así.

 

Twitter/albertolati

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