Se nos anunció no sólo que caería el récord mundial de maratón, sino un punto de coyuntura tan determinante como aquella primera vez en que un hombre completó la milla en menos de cuatro minutos (Roger Bannister en 1954), como cuando se rompió la barrera de los 100 metros en 10 segundos (Jim Hines en 1968) o como cuando un salto con garrocha consiguió una levitación de seis metros (Sergei Bubka en 1985).

 

 

En todos esos casos hubo un componente fundamental que se pretendió aislar de la carrera del sábado en la que, efectivamente, Eliud Kipchoge consumó la maratón más rápida de la historia, más allá de que no haya conseguido bajar el registro de las dos horas pretendidas. Y ese componente fundamental fueron las circunstancias: convertir la carrera en el paraíso de los fondistas, ponerlo todo a favor del atleta; los estragos del viento limitados por una plataforma especial que avanzaba en un coche eléctrico y que con una turbina propiciaba aires favorables, el apoyo de gregarios de élite que permanentemente le facilitaban la labor, los entrenadores y especialistas médicos que se turnaban en bicicletas para facilitar la hidratación del maratonista, el láser que iba indicándole el punto en el que debía avanzar si deseaba bajar de las dos horas, incluso el calzado publicitado ese día, tan futurista que ha sido señalado por algunos como especie de dopaje tecnológico.

 

 

Mercadotecnia (y muy buena) al margen, un experimento interesantísimo eso de probar los alcances físicos del hombre con semejantes apoyos. Al mismo tiempo, la noción de que si el deporte de máxima exigencia fuera una jornada de spa y picnic, sería así. Nunca lo olvidemos, en el deporte como en la vida, nada es sin las circunstancias.

 

 

Me ha llamado la atención que varias crónicas referentes al proyecto Breaking2, aludan al origen de la maratón, con el soldado-mensajero Fidípides (ya real o semi-real, ya ficticio o de plano mitológico) desplazándose de Marathonas a Atenas para informar la victoria sobre los persas. Y es que si la maratón alude a algo desde ese punto fundacional, es al estoicismo –no sólo como para que el mártir Fidípides haya muerto una vez anunciada la victoria, sino también como para que Dorando Pietri tuviera que cruzar la meta sostenido por dos espontáneos en Londres 1908 (aquella vez en que se modificó la distancia de 40 a 42.195 kilómetros a fin de que los reyes pudieran ver el inicio desde su balcón en el Castillo de Windsor); como para que en el ardiente recorrido de Estocolmo 1912, el japonés Shizo Kanakuri perdiera rumbo y conocimiento, siendo resguardado por una familia sueca; incluso como para que la inmensa Paula Radcliffe (a propósito de puntos de coyuntura: primera mujer que bajó la maratón a las dos horas con quince minutos) perdiera opción de medalla olímpica en Atenas 2004, víctima de una gastroenteritis que la varó a mitad de camino entre Marathonas y el viejo estadio Panathinaiko.

 

 

Por todo lo demás, el récord de la maratón sigue siendo el mismo, porque lo de Kipchoge en Monza no fue más que un experimento. ¿La más importante de las conclusiones? Que si ni así se bajó de las dos horas, es que faltan varias generaciones para ver esa hazaña.

Twitter/albertolati

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