Algo fue mal en el desarrollo del futbol cuando se admitió moralmente la trampa, cuando se cambió el “lo importante es que entre” por un muy distinto “lo importante es que cuente”, cuando el resultado fue sometido al más voraz maquiavelismo: todo medio se justifica en aras de la victoria.

 

 

A partir de eso, la escuela sudamericana, de origen pícara en el mejor de los sentidos (el del regate, el de la creatividad, el del jugar ya rioplatensemente, ya en modo capoeira, a que se irá por un lado cuando se va a escapar por otro), hizo más que ninguna otra por sublimar esa cara B de la picardía que es el timo, la simulación, el engaño: de haber recibido falta en el área sin ser el caso, de pegar o lastimar sin que sea notorio, de estar herido de gravedad cuando sólo se quiere que el balón deje de correr hasta que acabe el partido, de utilizar esa antítesis del futbol que es la mano.

 

 
“¡Les robé la cartera!”, clamaba orgulloso Diego Armando Maradona tras el gol con la mano a la selección inglesa de 1986. “Hacer un penal, que yo sepa, es reglamentario”, se defendía la Federación Uruguaya tras la atajada de Luis Suárez a un cabezazo ghanés en el último minuto de tiempos extra en plenos cuartos de final de Sudáfrica 2010.

 

 
Sí, es reglamentario, y como tal desató dos consecuencias: la expulsión y el penalti, después errado. Al mismo tiempo, es a su manera un robo de cartera legitimado moralmente en el inframundo del balón.

 

 
Mauro Boselli, uno de los mejores delanteros que hayan venido a México en la última década, anotó con la mano en su duelo frente a Toluca. Acaso por saber que la sanción era inevitable, acaso –difícil de creer, pero no descartemos– por arrepentimiento, se disculpó horas después. Menos gratificante fue su mecanismo de defensa: dar a entender que por supuesto que lo hizo, pero sin saber que lo hacía, que el contacto fue con la mano pero lo sintió con la cabeza; en términos de comedia televisiva, que fue sin querer queriendo.

 

 
Es difícil creer que Boselli haya tenido la menor de las tentaciones de confesar, cuando la norma en este deporte (y tampoco nos laceremos, en el común de las actividades de la vida), va en sentido inverso. Miroslav Klose, confesando al árbitro su gol con la mano cuando jugaba para la Lazio, fue la excepción que confirmaba la regla: en el deporte que premia la viveza y convierte a la impunidad en un talento, nada como un gol con la mano.

 

 
La suspensión de Boselli ha sido de un partido, pero, ¿y si esa mano hubiese cambiado el resultado del cotejo, o una eliminatoria mundialista, o un título? Tema contracorriente, pero obligatorio para la FIFA: no castigar de otra forma esas tentativas de mentira, es contribuir a su perpetuación; tantísimas décadas después, la viveza ha de recuperar su sentido estricto en el futbol; el debate, si no zanjado moralmente, habrá de atajarse como sólo se puede: reglamentariamente, es decir, con castigos ejemplares, prohibitivos.

 

 
Twitter/albertolati

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