Ser el máximo goleador tanto en la historia de una selección como del club más laureado de un país tendría que bastar para algo más que un sitio en la inmortalidad.

 

 

Como sea, Wayne Rooney, autor de más goles que nadie con Inglaterra y desde el sábado igualando a Bobby Charlton como máximo artillero del Manchester United, parece tener un tanto cerrada –o, al menos, debatida– la puerta a ese Olimpo.

 

 

Las razones son difíciles de entender. No sólo alcanzó los 249 tantos de Sir Bobby con un promedio de anotaciones muy superior (ha requerido de 215 partidos menos), sino que lo ha hecho en una era de mucho mayor demanda física y amplios planteles en los que resulta fácil perder la titularidad.

 

 

Imposible competir con la historia, imposible medirse a las glorias del pasado, imposible desafiar a esa especie de era dorada del balón. Ya sea Alfredo Di Stéfano como marco celestial para todo crack en el Real Madrid, ya Cristiano Ronaldo al osar referirse a Eusebio en Portugal, ya el propio Lionel Messi en relación con Maradona en Argentina, ya quien surja en Brasil con Pelé como quimera.

 

 

Para Rooney los récords han sido factibles, mas no así la estatura histórica. El flemático Sir que se sienta en Old Trafford con elegante gabardina y sostiene el balón en esa estatua de la Trinidad que da acceso al estadio sigue lejos. Lo anterior no sólo por su triunfo en una Copa del Mundo (la de 1966, acaso, una de las más discutidas coronaciones mundialistas que se hayan visto), sino por lo que Bobby Charlton evoca.

 

 

Años en los que el futbolista parecía más cercano a la clase trabajadora, en los que el aficionado gozaba considerando propia a la estrella (“uno de los nuestros”, solía decirse), en los que la alta costura, los rutilantes patrocinios, las mujeres más bellas, los días libres en Dubái no eran parte del paquete futbolístico.

 

 

De hecho, el primer jugador que desafió a esa lógica posa en la misma estatua ya referida de la Trinidad. George Best, el genial y estrafalario norirlandés, el apodado Quinto Beatle, tardó en ser absuelto; por haber dilapidado su carrera a tan temprana edad, por los excesos, por la falta de compromiso y disciplina, por haberlo priorizado todo por encima del balón.

 

 

Sin embargo, hoy Best es objeto de mayor culto y devoción que Charlton o cualquier otro jugador en las islas británicas. De inicio, el rechoncho Rooney (Balooney, le decían por su cuerpo de globo) parecía tener un temperamento más cercano al de Best u otro poeta maldito como Paul Gascoigne, que al de Charlton. Perfil que hacían poco viables tantísimos años en la élite.

 

 

Mucho tuvo que ver Alex Ferguson al criarlo y auténticamente reeducarlo desde los 18 años, cuando el prodigio pasó del Everton al United. Con Ferguson vivió momentos muy complicados y más de una vez exigió su salida del club. En todo caso, Rooney es hoy más cercano al crack que logró perpetuarse que a ese hooligan que lleva dentro (por ejemplo, días atrás invadió una boda en el hotel de concentración de la selección y bebió mucho más de lo recomendable).

 

 

El primero de los problemas de las comparaciones es que son imposibles. Ante esa imposibilidad, bien hace el deporte en limitarse a lo tangible…, y lo tangible son las cifras. En ellas, Rooney ya está en la línea más alta del futbol inglés, aunque eso no baste para muchos.

 

 

Twitter/albertolati

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