Resulta extraño un país que brinca tan pronto de la más mordaz crítica a la más intensa (y efímera) adoración.

Quizá por ello el común de los héroes futbolísticos mexicanos, cerró su carrera con rencores no superados, con heridas mal cicatrizadas, con semblante desconfiado y ojos en perpetua alerta; ya se sabe, aquí las flores se lanzan con maceta, a la más sonora ovación seguirán sin transición la burla y el abucheo, nada más sospechoso que un triunfador.

 

Lo primero que tendría que aplaudirse de Javier Hernández es lo que a menudo se le critica: pese a no haber nacido virtuoso o predestinado, acumular semejante cantidad de goles, haber jugado –con alto reconocimiento de entrenadores y gradas– en los dos equipos más mediáticos del planeta, seguir en Europa con un nivel de regularidad y duración inimaginables para la abrumadora mayoría de los futbolistas de nuestro país.

 

Es por sus limitaciones originales y no por su talento original, por lo que más ejemplar resulta el Chicharito. Así entenderemos su inconmensurable crecimiento. Así valoraremos sus niveles de tenacidad y hambre. Así nos deslumbraremos con su cuota de dignidad deportiva. Así recordaremos lo que antes no podía hacer con el balón y de lo que hoy es capaz. Ahí, sólo si nos atrevemos a salir de la mediocre comodidad del ninguneo, aprenderemos el sentido de la perseverancia.

 

Lo que muchos cracks moldean en divisiones inferiores, en momentos en los que no se espera nada de ellos, en etapas adolescentes con mayor predisposición natural para el aprendizaje, Javier lo ha complementado bien entrado en la segunda mitad de sus veintes y escrudiñado por los reflectores más exigentes. El resultado es una versión superior de él a cada año, para beneficio de sus equipos.

 

Con o sin técnica, con más o menos recursos, con la imprescindible suerte y estrella que no por casualidad le acompañan, lo que Chicharito garantiza es estrellar con frecuencia la pelota contra las redes rivales.

 

En el futbol, como en la vida, el primer talento tiene que ser el tesón. Con la más obstinada tenacidad, Javier Hernández confirma como único camino al éxito, el trabajo; como única ruta al anhelo, la fe.

 

Quizá con algo de fortuna y carambola es posible anotar un puñado de goles. Sin embargo, sólo con mucho, muchísimo, demasiado más que eso, se llega a ser el máximo anotador en la historia de una selección con apenas 28 años.

 

Sigan dudando de él, mientras nos contempla desde la cima del Olimpo tricolor. Tengan la certeza de que la última palabra siempre le corresponderá. Sepan que, muy a menudo, esa palabra será gol: ¿de rebote, de cachete, de nuca, de bella manufactura? Más a su favor, lo mismo da.

Twitter/albertolati

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