La historia, acaso muy aderezada, cuenta que Recep Tayyip Erdogan jugó futbol semiprofesional a tal nivel que el club Fenerbahce de Estambul deseaba contratarlo. No obstante, su padre le impidió seguir esa carrera deportiva y dio pauta al político turco más dominante desde el mismísimo Atatürk.

 

Difícil generarse una idea mesurada del genuino potencial futbolístico de Erdogan, cuando los testigos claman que “era una mezcla entre Franz Beckenbauer y Lionel Messi”. Como sea, el estadio del club Kasimpasa, donde el futuro mandatario pateara balón en la adolescencia, hoy lleva su nombre.

 
Hace unos años, el sorteo eliminatorio para Sudáfrica 2010 quiso que Turquía y Armenia se enfrentaran; cuando todo era tensión y miedo a una escalada en la ancestral disputa entre estos gobiernos, nació el término Futbol diplomasisi. ¿Sería posible que el deporte fuera punto de conciliación tras un siglo de negativa turca ha admitir el genocidio armenio de 1915? Finalmente, la diplomacia del balón pareció lograr lo imposible: los dos presidentes estuvieron juntos en el estadio, miles de aficionados turcos pudieron acudir por tierra al partido en Ereván y ese mismo día se diseñó un plan para regularizar la relación bilateral. Todo iba sorprendentemente bien hasta que el propio Erdogan echó por tierra las buenas intenciones. “Un futbolista mató la diplomacia del futbol”, titulaba un artículo muy crítico con Erdogan, publicado por Foreign Policy Journal.

 
Ese mismo ex futbolista que, cuando la Primavera Árabe se extendió a Turquía en 2013 y desató masivas protestas anti-gobierno, consiguió lo que ni su selección nacional: unir a los aficionados más radicales de Galatasaray, Besiktas y Fenerbahce, pero en su contra. Como símbolo de esas marchas quedó una foto del abrazo entre manifestantes portando los uniformes de los tres grandes –asunto mayor si se considera que estos equipos, como casi todo en este país, suelen estar divididos también por su postura religiosa.

 
Ahora el ex futbolista Erdogan, ha contado con el apoyo de los dos jugadores turcos más carismáticos de la actualidad: el volante del Barcelona, Arda Turan, y el delantero recién vendido a China, Burak Yilmaz. En el mensaje que abre la campaña para convertir a Turquía en una república presidencialista, con poderes ilimitados para Erdogan, Arda habla de “yo también deseo una Turquía fuerte”.

 
De inmediato se han lanzado en contra de Arda los opositores a esta medida, calificándolo de irresponsable, de contribuir a crear una dictadura, de ser cómplice del fascismo. Vale la pena recordar que la gran estrella turca de la pasada década, Hakan Sukur, apoyó a Erdogan, hasta que debió exiliarse en Estados Unidos, acusado de participar en el fallido Golpe de Estado de 2016. Sukur, a la par de brillar en la selección semifinalista en el Mundial 2002, encabezaba en el equipo la corriente islamista, queriendo llevar al plantel a una mezquita a cada viernes y prohibir el consumo de alcohol.

 
Mucho futbol en la política turca y mucha política en el futbol turco. Como dijera el Nobel de Literatura, Orhan Pamuk: “El futbol en Turquía se ha convertido en una máquina para producir nacionalismos, xenofobia y pensamientos autoritarios”.Frase pronunciada mucho antes de que Arda Turan promoviera el mayor cambio político en Turquía en cien años; cambio que haría omnipotente a ese prospecto de futbolista que, dicen, pudo ser una mezcla entre Beckenbauer y Messi.

 
Twitter/albertolati

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