Pachuca 1999; Pamplona 2003; Johannesburgo 2010; Río de Janeiro y Tokio 2014; Valencia 2015: seis ciudades, seis momentos, seis circunstancias, seis actitudes, seis charlas con Javier Aguirre extendidas a lo largo de 16 años y buena parte del planeta.

 

Cuando el apodado Vasco emergió frente a la Ciudad de la Justicia de Valencia el pasado viernes, mientras lo atacaba un enjambre de cámaras, cables, micrófonos, reporteros (uno de ellos incluso en plan prematura y burdamente acusador con palabras de “¿Lo van a meter a la cárcel?”), al tiempo que el director técnico padecía para atravesar los 50 metros que separan a la avenida de la puerta principal de los juzgados, me venían a la memoria los diversos momentos en los que tuve posibilidad de estar cerca de Javier.

 

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El entrenador novato que puso al Pachuca en el mapa del futbol mexicano, llevándolo en pocos meses de salvarse del descenso al primer título de liga. Su frescura, irreverencia, pasión, hambre, desparpajo.

 

El aventurero que superó un inicio muy complicado en el Osasuna, para asentarlo plenamente en Primera División y meterlo tanto a Final de Copa del Rey como a su primera Liga de Campeones. Cierta vez caminábamos en Pamplona por la calle Estafeta, precisamente en la que son soltados cada año los toros en los Sanfermines; después de convertirse en guía turístico y explicarme paso a paso la mecánica del festivo encierro (“Es muy divertido porque todos están toda la noche chupando, están bien jarras y lo peligroso es cuando los jarras se meten con los que sí saben correr y se arma un lío tremendo”), Aguirre me describió las razones que lo llevaron a emprender esa odisea: “Estoy cómodo aquí, estoy donde quería estar, estoy experimentando; aunque no lo parezca soy joven; quiero forjar mi destino, hacer mi patrimonio, seguir educando a mis hijos; estoy expuesto al fracaso, pero así es esto; no me interesa tirarme en la hamaca”.

 

Curiosamente, no lo vería de nuevo en persona hasta el Mundial de Sudáfrica 2010, en el hotel Thaba YaBatswana de Johannesburgo. En el camino, ya había regresado al Atlético de Madrid a Champions League tras 11 años de ausencia y había vuelto a calificar agónicamente a la Selección Mexicana a un Mundial. No eran pocos años y ciertamente su temperamento algo cambió, aunque en esencia seguía siendo el mismo huracán de emociones, elocuencia y pasión.

 

La siguiente vez que pudimos dialogar a profundidad fue durante Brasil 2014. El hecho de ser compañeros por primera vez y, sobre todo, de estar alejado de la gran presión de la cancha, me permitió descubrir a otro Aguirre: familiar, sereno, disciplinado como comentarista tal como si él mismo jugara su Mundial en el palco de transmisiones, siempre dispuesto a compartir anécdotas y reflexiones, ávido de conversar sobre todo tema… e ilusionado: Japón lo había elegido para su banquillo y el Vasco estaba de verdad entusiasmado, intrigado, motivado.

 

Tres meses después, en noviembre de 2014, nos encontramos en Tokio. En entrevista y fuera de ella, reflejaba a cada instante su voluntad de adaptarse a Japón, de comerse Japón, de escudriñar a Japón, de leerlo, entenderlo, saborearlo, abrazarlo. Lo vi con su traductor, lo vi ante la prensa local, lo vi con los aficionados nipones (“gracias por haber venido a aportarnos tu experiencia”, le decían), lo vi con su familia, lo vi por las calles, lo vi en portadas de tres libros japoneses sobre su carrera y biografía, lo vi gozando el desconcierto de cada choque cultural. Cuando en febrero de 2015 fue destituido, en buena parte por la inestabilidad que suponía el escándalo en España, no pude más que lamentarlo: Aguirre había encarado ese proyecto convencido de que sería por cuatro años y de que llevaría a los samuráis azules a Rusia 2018; Japón lo pretendió encarecidamente desde muchos años antes, pero esa historia estaba destinada a no durar.

 

Más allá de lo que suceda en este juicio por presunto amaño, Javier sabe que ha recibido un fortísimo golpe a su imagen. Acaso no sea relevante para este texto, pero creo en su inocencia y mala fortuna al haber sido salpicado por las prácticas de un personaje que de momento enfrenta numerosos problemas legales, como lo es Agapito Iglesias.

 

Por eso cuando lo vi salir del juzgado, superar como pudo a la masa de periodistas entre los que yo estaba, subir a un taxi y esperar una eterna luz roja con multitud de cámaras pegadas a su vidrio, no pude más que recordar algunos de los anteriores encuentros en diversos puntos del planeta.

 

Si algo cambió entre las estampas en las cinco ciudades anteriores y la del viernes en Valencia, fue su energía: que amabilidad y sonrisas al margen, esta vez se veía cansado, comprensiblemente agotado.

 

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