El antecedente 

 

Con el torneo de liga española 2002-03 recién conquistado y tres de las últimas seis Champions League ganadas, era difícil sospechar que la industria del futbol no fuera tan sencillamente domesticable. No al menos, para él, todopoderoso hombre de negocios al que el balón había recibido de forma excepcionalmente positiva. Si a eso se añade que por entonces el Barcelona era un caos que gastaba millones sin sentido y cambiaba de presidente hasta tres veces por año, o que el Atlético se encontraba en Segunda División, o que ese laureado Real Madrid acababa de ser nombrado por la FIFA mejor club del Siglo XX, entonces el panorama era idóneo.

 

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Florentino Pérez accedió a la presidencia de la institución merengue a mediados de 2000 bajo un truco electoral nunca antes practicado: condicionar la llegada del mejor futbolista del acérrimo rival, a que los socios lo eligieran a él. Sólo con alguien de la dimensión de Luis Figo como compañero de fórmula, este magnate de la construcción pudo imponerse a un presidente (Lorenzo Sanz) que había devuelto al Madrid al máximo escalafón europeo.

 

Una vez electo, trajo a Figo, y a Zinedine Zidane, y a Ronaldo, y a David Beckham (como después haría lo propio con Cristiano Ronaldo, Kaká, Gareth Bale, James Rodríguez…), pero antes normalizó la situación económica del club al cerrar con las autoridades de la capital española un trato para cambiar el uso de suelo de las instalaciones madridistas y, ya con posibilidades corporativo-comerciales, vender semejante terrenazo. De la noche a la mañana, el Madrid pasó de tener deudas incalculables a perspectivas infinitas.

 

Lo conocí en la Eurocopa 2000, en el Jan Breydelstadion de Brujas, mientras que España y Francia disputaban un sitio en Semifinales y Florentino la silla mayor en la directiva blanca. Vino al palco de Televisa a saludar a Hugo Sánchez, con un tono de voz tan sereno y un perfil tan bajo que me costó creer al pentapichichi cuando explicó que ese individuo lucharía por la presidencia del equipo que es local en el Santiago Bernabéu.

 

Tres años después de aquel episodio en el que Florentino podía atravesar un estadio en el que jugara la selección de su país sin que nadie le interpelara o reconociera, ya era visto como el directivo más poderoso del planeta. No sólo había logrado reunir a la mayor constelación que se recuerde, sino que juntos jugaban de maravilla.

 

Y entonces despidió a Vicente del Bosque, dicen que por no ser mediático ni hablar inglés; y ya encarrilado, prescindió de su capitán Fernando Hierro, en un plantel de por sí corto de defensas; y, como si hiciera falta algo más para romper a un cuadro que lucía impecable, decidió no subir el sueldo al único mediocampista defensivo que tenía, ese que corría y marcaba por todos, Claude Makelele, quien absurdamente se marchó al Chelsea.

 

En esa gestión de Florentino, interrumpida por renuncia en 2006, el Real Madrid ya no volvería a ganar ningún título: ni liga, ni Copa del Rey, ni siquiera Semifinales de Champions League.

 

11 años después 

 

Justo cuando los merengues recobraron el tan anhelado cetro europeo y por fin dieron señas de jugar a la altura del descomunal gasto efectuado por años, de ser un conjunto equilibrado y capacitado para ganarle a cualquiera, Florentino parece haber repetido el guión del verano de 2003.

 

Dos pilares del Madrid ganador de la Champions 2013-14, Xabi Alonso y Ángel Di María, se fueron. En el primer caso, pese a que el mediocampista recién había renovado contrato; en el segundo, precisamente porque no se quería dar un mayor salario al extremo argentino (pero sí a James Rodríguez, quien costó un poco más de lo que dejó la venta de Di María).

 

Este Madrid, como el de 2003, no halla en la cancha el balance que sí encuentra, y de sobra, en la mercadotecnia.

 

Dos partidos perdidos de tres disputados en lo que va del torneo de liga. Más grave que la cifra, que un equipo ensamblado tres meses atrás, hoy parece a la deriva.

 

Once años, entre 2003 y 2014: acaso el aprendizaje es menor que el afán de meter la mano y revolver las aguas con actitud de “porque quiero y porque puedo”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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