Se ganó el partido contra Nueva Zelanda y se perdió mucho más.

 

Se perdió credibilidad, se perdió legitimidad futbolística, se perdió perspectiva del rumbo, se perdió incluso prestigio.

 

Pese a la victoria, se perdió todo eso por soberbia, por sobradez, por atreverse a referir goleadas en la conferencia de prensa previa, por no saber (nada nuevo: nunca hemos sabido) jugar cuando se carga la etiqueta de favoritos: a mal rival, peor desempeño.

 

Si cuando se cae o queda eliminado resulta imprescindible extraer lecciones y llegar a aprendizajes, mucho más cuando no ha sido el caso. Máxime si, como se vio y nadie osará refutar, se obtuvieron los tres puntos tras tan espantoso juego y ante tan poco reputado rival: sin liga formal en su país, con varios elementos semiprofesionales, apenas atento a este deporte, habituado a sólo ser exitoso cuando enfrenta a sus vecinos isleños de Tahití, Fiyi o Caledonia.

 

Está ese problema endémico a nuestra selección y a nuestro futbol, el paralizarnos cuando salimos pensando que el partido será una sesión se spa y picnic, el sabernos mejores. A él debemos añadir las vicisitudes de las rotaciones: ocho modificaciones de un partido a otro tienen que pasar factura, como también el acumular 25 duelos con Juan Carlos Osorio en los controles, sin que el Tri haya repetido alineación: 25 onces diferentes, el futbol como laboratorio, los jugadores como meros reactivos de valoración y cada cotejo como una nueva ocasión para el experimento.

 

Osorio asumió un riesgo inmenso: con esos ocho cambios, todo lo que no fuera derrotar a Nueva Zelanda pesaría sobre la espalda del seleccionador; injusto culpar a los jugadores cuando de rutina actúan fuera de sus posiciones; imposible valorar su accionar cuando nunca lo hacen juntos; imposible esperar más cuando hay nulo margen para mecanizar movimientos, consumar entendimiento y ensamblar un genuino colectivo.

 

México ha sacado el encuentro ante los neozelandeses porque en el futbol suele imponerse el talento, y los nuestros tienen infinitamente más que los de Oceanía. Es decir, lo ganaron los futbolistas, parte de una espléndida generación; inevitable tras una jornada así cuestionar demasiadas cosas; la primera si, visto que esta vez no se ganó por el DT sino pese a él, no se está desperdiciando demasiado futbol tras éste absurdo.

 

Muchos claman que como sea se ganó y que apenas se pierde con Osorio en la banca; ciertas las dos cosas; tan ciertas como que la confianza en este proceso vuelve a mínimos históricos, sólo superada por la que siguió a la goleada frente a Chile.

 

Lo de no saber ser favoritos y perdernos en alardes de superioridad, nadie ha podido cambiarlo: Túnez en 1978, Bulgaria en 1994, EUA en 2002 y un inmenso etcétera. Lo de las rotaciones, es urgente de una buena vez frenarlo. Nunca tan claro como ésta aciaga noche de miércoles en Sochi: las rotaciones no son un remedio, sino la enfermedad misma.

 

Twitter/albertolati

 

aarl

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