Las chicas del archivo vestían limpios pantalones y botas en su mayoría, los lentes especiales, guantes de carnaza, cascos y chalecos antireflejantes se los dieron los brigadistas con la consigna de devolverlos. Algunas habían esperado horas en la calle Gabriel Mancera.

 

Susana se unió a una brigada de feministas; ella no lo es, pero fue el único modo que encontró para ayudar, así que se fajó los pantalones e ingresó por al menos dos filtros a la zona de derrumbe, acompañada por estas mujeres. Al día siguiente ella trabajaba, como todo el mundo, sólo que decidió donar su día de descanso para ayudar a quien lo había perdido todo.

 

Poco antes de las 14:00 horas llegó al lugar y se unió a la fila; luego, brigadistas pasaron y escribieron su nombre con plumón indeleble, apuntaron también su tipo de sangre y teléfono en el brazo derecho, luego recibió un casco amarillo, un chaleco antireflejante, un par de guantes de carnaza y un cubrebocas. “No te lo quites por nada”, le recomendaron los brigadistas.

 

Eran poco más de las 15:00 horas y Susana seguía esperando su turno en la esquina de Gabriel Mancera y Eugenia. Estaba decidida a ayudar en lo que pudiera, estaba lista para lo que fuera, pero lo que no sabía entonces es que le tocaría seleccionar las pertenencias de los habitantes del edificio de la calle Escocia, en la colonia Del Valle.

 

En ese punto no les permitían cargar demás a las mujeres y les asignaban tareas como pasar cubetas vacías, lo que enojó al grupo de feministas. Pero a Susana le tocó colaborar con el archivo.

 

Todas las asignadas a esa tarea eran mujeres y cada vez que los carretilleros dejaban escombros ella y otras tres corrían a sacar ropa, discos compactos, recibos de luz y teléfono, que llevaban hacia otro punto de la misma calle con la esperanza de que los propietarios llegaran ahí a buscar sus cosas.

 

A diferencia de las otras, la comisión del archivo se convirtió en un esfuerzo ciudadano por recuperar las pertenencias de quienes vivían en el edificio Escocia, y las brigadistas afirmaban que el Ejército y la policía federal tenían la orden de concentrar diversos objetos y entregarlos a las familias de los afectados, pero ellas no confiaban en que lo harían y formaron una comisión secreta y especial.

 

Organizaron un pequeño grupo en el que participaban los hombres que cargaban cubetas en las primeras líneas de acción en la calle Escocia, y quienes al ver papeles, pertenencias y documentos gritaban “¡archivo!” y les pasaban velozmente cubetas llenas de cobijas, muñecos de peluche y tareas escolares llenos de tierra.

 

Susana y las otras mujeres seleccionaban todo velozmente, lo metían en una maleta rescatada del mismo edificio y lo llevaban corriendo a otro punto donde otras brigadistas hacían una selección más puntual, que a su vez llevaban a un centro de acopio en el que estaban ya vecinos de confianza resguardando celosamente las pertenencias.

 

Siempre la mantuvieron bien hidratada y alimentaba, “come dulces, toma electrolitos orales, los vas a necesitar”, le decían las personas que pasaban ofreciendo comida y bebida a los que estaban cargando cubetas llenas de ladrillos rotos y varillas.

 

Ella estaba a pocos metros del edificio, a las pocas horas era un ser humano cubierto de tierra, de la cabeza a los pies, y había visto libros escolares, fotografías antiguas, recibos de la luz y tesis. “Ya no veas nada, sólo selecciona y entrega”, le dijo una de sus compañeras, y así lo hizo hasta la noche.

 

A esas horas los puños de militares, policías y brigadistas se habían levantado como tres veces, cada vez que se creía haber encontrado vida; para entonces ya se dedicaba a seleccionar sin mirar la vida de las personas. Luego se escucharon los gritos: “salgan todos”, y se quedaron en las calles aledañas por al menos media hora.

 

Al regresar a la línea de acción ya nada era lo mismo. Si en un principio alguien preguntaba “¿están cansados?” recibía por respuesta un contundente “no” de quienes durante horas habían estado cargando escombros. Por la noche ya nadie decía nada, sólo cubrían sus narices y cargaban en silencio, habían sacado a alguien y el olor en la calle daba cuenta de ello.

 

Poco después Susana salió de ahí, y a diferencia de las feministas dispuestas a cargar sobre sus hombros a toda la ciudad había cargado a escondidas y con miedo los recuerdos de las personas, que para ella pesaban menos pero dolían más.

 

ERM