La catedral de San Patricio en Nueva York parece una romería a la que se le ha faltado el respeto. Estoy intentando rezar, pero no me es posible. La enquistan los turistas que han pasado por las tiendas de marca de la Quinta Avenida.
Todos vienen cargados de consumo. Algunos se han gastado tres mil dólares en zapatos, vestidos, trajes o bolsas.
El recinto está envuelto en una aureola de dudosa moral, canalizando el sacrificio del trabajo y convirtiéndolo en un consumo excesivo que se deja ver en la Casa del Señor.

 

Eso sí, todos están en San Patricio y se hacen fotos y más fotos, hablando alto, casi gritando, mortalizando a Dios en un acto bisoño y agnóstico. Claro, varios hombres cachean en las puertas de la Casa  del Señor, las bolsas de las señoras, no vaya a ser que, en lugar de encontrarse una bolsa tan cara que podría saciar el hambre de centenares de estómagos, descubran un paquete sospechoso.

 

Horas antes, el aeropuerto JFK de Nueva York era desalojado porque a alguien se le ocurrió decir que había escuchado disparos. Entonces se produjo lo inevitable. Miles de personas corrieron despavoridas como si fuese una estampida de paquidermos enloquecidos por el terror de lo pusilánime, por el pavor de que les pudieran arrancar las vidas. Algo parecido ocurrió horas más tarde en Francia. Y claro, los terroristas del DAESH se destornillan del terror que les tenemos. No puedo ni imaginarme cómo deben celebrar el impacto que han tenido sus acciones terroristas en la piel del occidental. Un ruido, tal vez un petardo, y desalojan todo un aeropuerto como el Kennedy.

 

Claro que todo va asociado. Hemos trivializado la existencia del Señor y, por supuesto su casa. En muchos casos produce hilaridad el hecho de que alguien pueda ir tan sólo a rezar. Es objeto de mofa.

 

Sólo vamos a hacernos fotos y recuerdos que borramos en nuestra memoria. Menos mal que tenemos teléfonos inteligentes que nos hacen ser aún más pueriles y nos ayudan a no pensar. Ya lo hacen los teléfonos por nosotros. Por algo son inteligentes.

 

He viajado por la mayoría de los países del islam y jamás he visto un solo musulmán que se haga una foto en una mezquita. Entienden que es un templo sagrado y que ahí sólo se va a realizar la comunión con la deidad.

 

Pero nosotros, no. Nosotros nos hacemos fotos y videos, y hasta películas de cine basadas en best sellers que acrecientan la imaginación, pero disminuyen la fe. Pero eso sí, que no aparezca un tipo supuestamente sospechoso con un turbante porque salimos despavoridos. Claro, con nuestras compras de pánico de la Quinta Avenida o de donde se tercie.

 

Por todo ello no podemos luchar contra las culturas que entienden los conceptos de lo absoluto y lo relativo de modo ecléctico, mientras nosotros elevamos lo relativo a lo absoluto y lo verdaderamente absoluto lo desdeñamos. Por eso, que vivan las bolsas caras en la Casa de Dios y a Dios que lo dejen en un rincón. Eso sí, que alguien haga el favor de darle la bendición a la bolsa comprada en la Quinta Avenida. Faltaría más.