Víctimas colaterales del sistema del estrellato. Víctimas inevitables de la idolatría a la que son sometidas las máximas figuras del deporte y la cultura popular. Víctimas irremediables de la falta de preparación que el común de los seres humanos tiene para soportar el vendaval en que se convierte su vida al llegar a lo más alto de determinada actividad.

 

Viendo que el principal problema de Lionel Messi es fiscal y el de Cristiano Ronaldo es de vanidad, no podemos más que aplaudirles y congratularnos porque no sea algo peor: con tamaños reflectores, con un celular grabándolos casi de modo constante, con la permanente expectativa que despiertan, sorprende la cantidad de años que han logrado resistir a semejante nivel y desde semejante pináculo.

 

Pensemos en el bache por el que pasó el hoy renacido Michael Phelps. O, con menos suerte y más extremo, pensemos en la tragedia de numerosos músicos de distintas épocas (Cobain, Winehouse, Morrison). Pensemos en lo que pasa por la mente de una persona a la que se lanza con cohete a lo más alto y luego no se le sostiene (o enseña a sostenerse), precipitando su caída libre, cotilleando sobre el impacto, haciendo leña de su colapso, convirtiendo su padecer en blanco de dobles morales. Pensemos en George Best, Gerd Müller o Diego Armando Maradona.

 

Pensemos en todos ellos y ahora contemplemos la imagen de esta semana de Paul Gascoigne: descalzo por la calle apenas tapado con una bata de toalla; pálido y acabado; bajando de un taxi para aparentemente ir a comprar alcohol.

 

Esas fotos han hecho que el periodista y político Alastair Campbell haya recuperado una soberbia entrevista que efectuó al apodado Gazza un par de años atrás. Al preguntarle cuándo fue más feliz, recibió esta respuesta: “Estando en la cancha por noventa minutos. La única vez en que me sentí libre, fue en la cancha. O en rehabilitación, ahí me sentía libre, a salvo y al menos tenía desayuno seguro por 28 días”. Después le consulta cuánto dinero gastó en alcohol y entendemos parte del problema: “No tanto como crees. Puedo beber gratis a donde sea que vaya. Lo caro es lo que perdí: mi familia”.

 

Gascoigne, el mejor futbolista inglés de su generación, fue capaz de lo mejor con el balón y de lo peor sin él. Alguna vez estrelló el camión del Middlesbrough contra la entrada del club, en otra se fue desnudo (eso sí, con tacos y espinilleras) al pub frente al estadio justo después de un partido.

 

Su inmensa calidad en la cancha se diluyó muy pronto. Desde entonces, también diluye sin cesar y sin remedio su vida. Una hecatombe que ya dura dos décadas y media, desde su erupción en Italia 90.

 

“Se lo hicieron a la princesa Diana y ahora me lo hacen a mí. Quizá he bebido dos años de 18, pero me siguen para grabar cuando vuelva a beber”. Su teléfono intervenido para publicar su vida. Sus cercanos sobornados para publicar sus errores. Su rutina invadida para publicar su drama.

 

Publicar: sacar provecho de su enfermedad, obtener tajada de su sufrimiento, usarle para después dejarle aventado.

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