El Madrid demoró más de cien años y tres himnos en cantar lo que realmente es: “Historia que tú hiciste, historia por hacer; porque nadie resiste, tus ganas de vencer”, versos perfectamente apegados a la esencia merengue, noción impregnada en su inconsciente colectivo, ADN transmitido de generación en generación.

 
Antes, los blancos usaron como himno una marcha militar anacrónica y obtusa como el Franquismo (“Hala Madrid, Hala Madrid, noble y bélico adalid, caballero del honor”) y en 2002 pusieron en voz de Plácido Domingo algo demasiado abstracto para reflejar al equipo más pragmático (“Hala Madrid, campo de estrellas, donde crecí”).

 
¿Pragmático? Sí, lo que no significa que juegue mal: simplemente que, mientras otros se ocupan en definir un estilo, en seguir ciertos paradigmas de juego, en unificar criterios para una filosofía definitiva (imagínense a intelectuales de izquierdas discutiendo ante interminables cigarros y cafés, pero lejos de la acción)…, mientras todo eso pasa, el Madrid gana. Por las buenas o las suertudas, por las estéticas o las arrebatadas, en verso o en prosa, con épica o lírica, con todas las anteriores o sin ninguna de ellas, gana.

 
Algo tiene también del héroe hollywoodense que, en algún momento del filme luce condenado a su destino, con esposas atándole a tuberías tóxicas en un sótano, con el villano asestándole golpe tras golpe y escupiéndole a la cara su macabro plan. Sobra decirlo, el héroe siempre sale triunfal y se queda con la chica más guapa. Sobra decirlo también, ese héroe en el futbol suele vestir de blanco.

 
Terminada la primera mitad, la Juventus habrá entrado orgullosa a su vestuario en el Millenium Stadium: jugaba más y mejor, tenía posesión y posición, se levantó de un gol adverso con prontitud y gallardía, movía al partido donde y como le gusta; un orgullo parecido al que experimentó el Nápoles en octavos de final, al someter al Madrid en la vuelta; un orgullo parecido al del Bayern al arrinconarlo en la primera mitad de la ida, penalti fallado incluido; un orgullo parecido al del Atlético, que en 15 minutos pensó ya haber hecho lo más difícil (ignorante, incluso tras dos finales tan recientes y tan sufridas, de que lo difícil no es hacerle dos goles a su vecino o jugar mejor que él, sino simplemente vencerlo). Ilusa Vechia Signora, el Madrid llegó todavía más orgulloso a su vestuario: si ni ante la peor versión merengue la Juve había sacado ventaja, las huestes del Bernabéu se coronarían.

 
Fue reanudar el partido y asumir la realidad: que ese mismo titán, cuantas veces enterrado otras tantas resucitado, bajó un interruptor y apagó a los italianos. Cuando los turineses despertaron, el balón no era suyo, tampoco el marcador y mucho menos la posibilidad de alzar esa copa; el vendaval blanco generaba un estado de emergencia, sólo quedaba evacuar a mujeres y niños. Alguno de sus fieros defensas, el mismo Gigi Buffon que encajó más goles que en el resto del año europeo, el desesperado Higuaín tan en pleito con las finales, deambulaban musicalizados por Bob Dylan: fin al caminar orgulloso, fin al hablar ruidoso, esa piedra bianconera rodaba desde Cardiff hacia algún acantilado en el límite occidental de las islas británicas. En lo alto del castillo de Cardiff, el rey asentía y se acomodaba la corona.

 
Los títulos del Madrid, su incontestable reinado sobre Europa: eso que sucede, mientras los demás se ocupan en pensar cómo jugar.

 
Y es que podemos darle muchas vueltas: Cristiano y su voracidad, Ramos y su liderazgo, Kroos y su impecabilidad, Modric y su genio, Marcelo-Carvajal y su profundidad, Zidane y su gestión. Hoy, como en los cincuenta, cuando el Madrid hilvanó cinco Copas de Europa, la mejor de las respuestas está en ese himno, tercer intento que al fin definió la esencia de la vida en blanco: porque nadie resiste sus ganas de vencer.

 
Twitter/albertolati

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