Una frase ajena y quebradiza que dudé fuera dirigida hacia mí: We can talk little?

 
No obstante, tras repetirse otra vez y darme cuenta de que no había nadie más en unos metros a la redonda, de que quien la pronunciaba no tenía teléfono cerca del rostro, entendí que yo era el destinatario.

 
Todavía no terminaba de responder a ese hombre de unos 40 años lo que supongo que en ese caso le respondería la mayoría –que sí, que por supuesto que podíamos hablar, que sería un gusto–, cuando en su renqueante inglés agradeció como si eso fuera demasiado (Me very proud!) y a explicarme sus razones para solicitar ese diálogo: que se había mudado a Sochi desde un pueblo el extremo norte de los Urales, que estudiaba inglés sin haber llegado a practicarlo, que jamás había conocido en persona a un extranjero, que Moscú (a más de 2,000 kilómetros) ya era lo suficientemente misterioso para su gente como para pensar en México.

 
La conversación se desenredó mejor cuando empezamos a saltar de forma permanente de ruso a inglés, pero la fluidez era lo de menos. El tema, como suele suceder entre quienes batallan para encontrar puntos de interés, cambiaba mucho: los 50 grados bajo cero en el invierno de su tierra (Vodka helps!, exclamó riendo), sus malos recuerdos de la inestabilidad de los años noventa con Boris Yeltsin contrastados con la devoción que comparte con todos sus conocidos por Vladimir Putin (President has big iron balls!, se jactó asintiendo), su certeza de que Rusia volvía a ser una gran potencia como lo había sido para la generación anterior, su satisfacción porque Crimea perteneciera otra vez a su territorio, el futbol que le tiene sin cuidado pero su emoción de vivir de cerca un Mundial, sus descripciones de la vastedad de la estepa, y de cómo se ve el cielo por la noche, y del concepto del espacio, y de ese poder recorrer centenas y centenas de kilómetros para cualquier lado, a sabiendas de que serán necesarios días para dejar de pisar Rusia, de ver Rusia, de estar en la interminable Матушка Россия o Madre Rusia.

 
Ante todo, lo destacable y lo que me lleva a compartir tal anécdota, es reparar en el escaso intercambio que el común de los rusos han sostenido con otras culturas, su grado de aislamiento y exclusión. Sochi mismo, visto como meca turística del país, no pasa del tres por ciento de visitantes extranjeros y la mayoría llegando sólo por unas horas en cruceros. San Petersburgo se satura en verano de foráneos, aunque no cuenta como referencia: si de origen un sitio en Rusia se ha abierto a Europa y es parte de Occidente, es precisamente esa belleza entre canales, donde a ratos es posible sentirse en Berlín o Estocolmo, incluso en Londres o París, algo imposible de afirmarse de Moscú.

 
La manera de acercarse a la afición mexicana de los aficionados en Sochi y Kazán, refuerza lo que explico: el sacarse fotos con quien pareciera venir de fuera, buscar diálogos, observarnos con tanto y tan respetuoso asombro, grabar las porras en la grada tan lejos de pensar en abuchearlas.

 
No todo es perfecto y en este texto he renunciado a hablar de geopolítica, discriminaciones, Derechos Humanos, libertad de expresión. Hablo de la gente y, en ese sentido, hablo sólo de lo que vi: cordialidad en la tierra estigmatizada por la mueca depresiva, incluso calidez en donde solía esperarse rechazo e intolerancia.

 
Twitter/albertolati

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