Es una cuestión de imagen o simple obcecación: ¿Por qué el gobierno mexicano insiste en negar la grave crisis de derechos humanos que sufre el país, a pesar de las demoledoras cifras oficiales que así lo confirman y la existencia de casos como el de los 43 estudiantes de Ayotzinapa?

 

Al presentar las conclusiones de su visita a México a finales de 2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) pidió al gobierno de Enrique Peña Nieto reconocer la gravedad de la situación que enfrenta el país y no “minimizarla hablando de casos aislados”.

 

Pero esto último es lo que justamente ha hecho el Ejecutivo, que repitió la misma receta que utilizó hace un año cuando el relator de la ONU sobre la Tortura, Juan Méndez, afirmó que esa práctica es generalizada en el país y ocurre en un contexto de impunidad.

 

En aquel momento el gobierno rechazó la palabra “generalizada” y llegó al extremo de acusar al relator argentino de no ser “profesional y ético”, unas palabras que Méndez recibió como un “ataque personal”.

 

El cruce entre las partes siguió durante un mes hasta que el gobierno dio por zanjadas las diferencias tras hacer un llamado a “voltear la página y mirar hacia adelante” para atender el tema y dejar la puerta abierta a una nueva visita del relator que aún no está concretada.

 

Cuando Amnistía Internacional denunció hace unos días en su informe anual que la impunidad y la violación de derechos humanos sigue siendo la norma en México, el gobierno esquivó la cuestión alegando que los señalamientos al país “son prácticamente los mismos” que los emitidos a nivel mundial.

 

El diagnóstico de la CIDH, basado en la visita que el órgano hizo al país entre el 28 de septiembre y el 2 de octubre de 2015, “no refleja la situación general del país y parte de premisas y diagnósticos erróneos”, aseguró el Ejecutivo.

 

Pero no hacen falta informes de organismos internacionales que muestren una y otra vez la deuda del Estado mexicano en esta materia.

 

Las cifras oficiales hablan por sí solas: 26 mil 798 personas están desaparecidas, muchas de ellas a manos de agentes del Estado, la tasas de homicidios es superior a 10 por cada 100 mil  habitantes y el 98 % de los delitos no llega a tener una sentencia condenatoria.

 

Esos números reflejan una tragedia que toca a miles de mexicanos: la imposibilidad de acceder a la justicia, ya sea porque las autoridades son omisas, incompetentes o cómplices y realizan investigaciones plagadas de irregularidades que no llevan a la verdad.

 

Quince meses después de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa a manos de policías a sueldo del crimen organizado en Guerrero, un caso que generó gran indignación dentro y fuera del país, este no solo sigue sin resolverse, sino que ya se repitió en otra zona del país.

 

Justo esta semana fuentes del gobierno confirmaron que un policía de Veracruz dijo que los cinco jóvenes que desaparecieron en enero pasado en el municipio de Tierra Blanca fueron quemados, sus restos triturados y lanzados a un pequeño río.

 

Aunque las autoridades aún deben demostrar con pruebas la veracidad de dicho testimonio, la tragedia de Iguala parece repetirse.

 

En ambos casos los jóvenes fueron detenidos por policías y entregados a miembros del crimen organizado. Y también, según las declaraciones de testigos o autores materiales, asesinados, sus restos incinerados y lanzados a un río.

 

Pero los familiares no creen en dichas versiones -en el caso de Ayotzinapa la llamada “verdad histórica” ya ha sido cuestionada por forenses argentinos y por los expertos nombrados por la CIDH-, piden pruebas científicas y que siga la búsqueda de sus hijos con vida.

 

En su respuesta a la CIDH, el gobierno defendió avances en materia legislativa, que a decir de las ONG se han quedado en el papel, y reiteró que “trabaja constantemente para (…) garantizar la seguridad”, promover el respeto a “los derechos humanos y mejorar el acceso a la justicia”.

 

El Ejecutivo aún se opone a que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) entreviste a los militares del batallón de Iguala que fueron testigos de lo ocurrido la noche del 26 de septiembre de 2014, uno de los puntos en los que ha insistido la CIDH.

 

En opinión de organizaciones de derechos humanos, desde el Estado se apuesta al olvido; no existe la voluntad para aclarar los hechos y sancionar a los responsables, como tampoco para generar las condiciones para evitar la repetición.

 

Más de un centenar de ONG llamaron al gobierno a aceptar el diagnóstico de la CIDH y advirtieron que ignorar las recomendaciones supondría, una vez más, “el desdén gubernamental hacia una política real que tienda a erradicar las violaciones a los derechos humanos”.

 

El izquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD) dijo que el primer paso para afrontar el problema es reconocer sus dimensiones y pidió una respuesta “responsable” a los mexicanos agraviados por la violencia, la inseguridad, la tortura y las desapariciones.