En el comedor del módulo ocho de Puente Grande, frente a un grupo de presos, un lienzo y pincel en mano, José Humberto Rodríguez Bañuelos, la Rana –acusado de asesinar al cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, hacía el relato de lo ocurrido aquel 24 de mayo de 1993 en el estacionamiento del aeropuerto de Guadalajara.

 

Entre aquellos internos, el periodista J. Jesús Lemus recogía, con una punta de lápiz, las palabras de quien le había dado la “bienvenida” en la zona de sentenciados.

 

Van algunos retazos de esta historia que aparece en el segundo volumen de Los malditos, y que Lemus cuenta así:

 

A las 15:30 horas, tras una espera de casi siete horas, sonó el teléfono de la Rana. Era la voz del comandante Rodolfo León Aragón (entonces director de la Dirección Federal de Seguridad), quien le avisaba de la llegada del objetivo. El sicario no dijo nada, cortó la comunicación y alertó a sus hombres. Enseguida –refiere Lemus en su libro Los malditos 2–, el Grand Marquis blanco del cardenal entró despacio entre los cajones del estacionamiento y se detuvo a casi cien metros de donde se encontraba la Rana. El cardenal tuvo tiempo de tomar dos veces el teléfono. Parecía tranquilo.

 

Concentrado en sus pensamientos, Rodríguez Bañuelos se bajó por enésima ocasión de su camioneta y sus hombres hicieron lo mismo. Se desplegaron en forma de abanico hacia el auto de Posadas Ocampo, todos con rifles de asalto AK-47. Al frente iba Rodríguez Bañuelos y con él avanzaban Juan Francisco Murillo Díaz, el Güero Jaibo; Edgar Nicolás Mariscal Rábago, el Negro; y Jesús Alberto Bayardo Robles, el Gori. No tenían en la mira otro objetivo que al cardenal, quien hablaba con su chofer.

 

A menos de cinco metros del automóvil, los cuatro ejecutores vaciaron sus armas. Sabían a quién estaban asesinando. Nunca hubo confusión sobre la identidad de su víctima.

 

Cuando apreté el gatillo, durante segundos interminables vi la mirada del cardenal –contó la Rana sin despegar la vista del cuadro que seguía pintando como por inercia–. Sentí su mirada como si me perdonara lo que estaba haciendo.

 

(…) Luego todo fue adrenalina. Sabía que estaba disparando el arma sólo por el zangoloteo de las manos. Pude sentir cada uno de los impactos que le asesté al cardenal. Todo sucedió en menos de 30 segundos”.

 

La confusión y los gritos de los transeúntes lo hicieron reaccionar. Ordenó al Gori que verificara la muerte del cardenal. Bayardo Robles caminó como en cámara lenta hasta el costado del auto y vio el cuerpo inerte del prelado, que se inclinaba hacia su lado izquierdo. Recargó el arma y roció otra ráfaga en el cadáver, a menos de un metro.

 

Sobre la cabeza de los sicarios se escucharon zumbidos de bala. Los sicarios de los hermanos Arellano Félix y los del Chapo (que nada tenían que ver con el atentado) comenzaron a disparar. Las ráfagas contra el cardenal hicieron explotar la tensión acumulada en las horas de espera. Los dos grupos cubrían la huida de sus jefes.

 

 

GEMAS: obsequio de Jesús Lemus: “En el encierro, y más en el área de sentenciados, ya no hay eso de mentir. Es como una confesión, porque sabes que lo que vas a decir es para descargo de tu propio ser interno”.