Una vez más, la tierra se reacomodó caprichosamente. La pesadilla de tantos se hizo realidad. Durante décadas, miles vivieron -día a día- con el temor de que el suelo retemblara. Los más jóvenes crecieron con la conciencia de una de las efemérides más tristes de la historia moderna, mientras desarrollaban la cultura necesaria para enfrentar -o al menos intentarlo- la vulnerabilidad de una ciudad establecida sobre un lago desecado y a merced del choque de las placas terrestres. Pero poco, muy poco se puede hacer ante los ajustes en las entrañas del planeta que, llenos de soberbia, hemos pretendido colonizar.

 

De pronto, una ironía macabra. Treinta y dos años más tarde, apenas minutos después del tradicional simulacro que año con año recordaba el terror de la fecha, vino la sacudida y nos recordó lo mínimos que somos ante la inmensidad de la naturaleza. Si los fenómenos tropicales que desfilaron por costas mexicanas no fueron suficientes, si no bastó con el temblor del 7 de septiembre, el 19-S sentenció y dejó claro que la humildad no es una virtud, sino una condición.

 

Sabido es que el drama y la tragedia sacan lo mejor y lo peor de las sociedades. Hasta hace algunos días, los mexicanos vivíamos el mayor punto de polarización social del que se tenga memoria. Es difícil predecir qué vendrá en este sentido durante los próximos meses, lo cierto es que, una vez más, la solidaridad mostrada en cada derrumbe, albergue o centro de acopio es noticia para el mundo. Entre el horror, emocionaba ver, apenas unas horas después del terremoto, a familias enteras repartiendo tortas, moviendo botes de tamales, regalando plátanos para llenar de energía a los inquebrantables rescatistas, profesionales y amateurs. Conmueve ver a un anciano, con sombrero campesino y difícil caminar, entregar una pequeña bolsa con un poco de arroz en un centro de acopio de Morelos. Marca la imagen de una mujer mayor, descalza, que desenreda un rebozo para extraer algunas galletas y depositarlas en una mesa de donaciones en Oaxaca. Entusiasma ver a Eduardo, quien, en silla de ruedas debido a su discapacidad, recoge escombros. O a Héctor, a quien hace tiempo le amputaron la parte baja de la pierna derecha, y en muletas sortea el cascote para buscar vida. Cautiva ver a Frida o a Titán, dos canes que parecen utilizar baterías y cuya sensibilidad advierte de restos humanos entre el desastre. Se agradece la presencia de expertos extranjeros que han vivido episodios similares y comparten su expertise con el pueblo de México.

 

Sí, hace treinta y dos años la sociedad dejó el letargo. La ausencia total del gobierno no dejó opción. La gente, los jóvenes, hombres y mujeres se organizaron para sacar adelante al país. Hoy, en una realidad distinta, el despertar social podría ir más allá. El sentirnos poderosos como pueblo abre la ventana para que los ciudadanos volvamos al origen y acordemos generar una nación mejor. Ésa sería la mejor forma de honrar a las cientos de víctimas que hoy son el centro de nuestras oraciones.

 

caem