Cuando Mohammed Atta, cerebro de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, eligió lugares como Bruselas o Cataluña para urdir aquellos ataques que cambiaron la visión del mundo, no los escogió al azar.

 

En Melilla, la ciudad española enclavada en Marruecos, en Barcelona, en los arrabales de París, en Bruselas, entre otros muchos sitios, conviven miles de personas que flirtean con la posibilidad de cometer atentados o de radicalizarse para marcharse a Siria e Irak a combatir.

 

No es ninguna exageración decir que son miles. Sólo del pequeño país de Bélgica, la policía ha contabilizado más de 650 jóvenes, muchos de ellos oriundos belgas y católicos convertidos al islam.

 

Teniendo muy presente que el islam –que por lo demás quiere decir paz y tiene los mismos preceptos que el resto de la mayoría de las religiones– convive con Europa y en Europa desde hace siglos. Sin embargo, muchos jóvenes, sin Norte ni rumbo fijo, se arrogan a un tipo heterodoxo del islam, y no al verdadero.

 

En las cercanías de alguna de las 50 mezquitas del barrio de Molenbeek, los captadores se arremolinan a la salida del rezo. Muchos pueden ser sus objetivos. Esos sayones llevan años dedicándose sólo a eso, a la captación. Y siempre es igual, les dicen que el imán no entiende y no enseña realmente qué es el Corán. Les dicen que el Corán es otra cosa, les prometen vidas mejores, provisorias y “solidarias” con sus “hermanos”.

 

Se acercan a mentes pobres, estómagos vacíos, bolsillos con agujeros; se aproximan a inciertos jóvenes de futuro negro; y su discurso permea. Es ahí cuando comienzan a dar su vida por Alá, dejando de lado sus creencias anteriores, amigos y familias.

 

En Molenbeek he podido ver cómo personas de mediana edad se acercaban a esos jóvenes fácilmente captables por ellos o por la propia red. Pero también lo vi en el barrio del Rabal en Barcelona o en la Cañada en Melilla.

 

Y aquí hay un serio problema. Burke decía que no se puede generalizar. Pero lamentablemente lo estamos haciendo. El Viejo Continente se ha convertido en el juez supremo de millones de personas que no tienen nada que ver con el yihadismo y que no son más que víctimas de una guerra como la de Siria.

 

Pero nuestro egoísmo, nuestra falta de visión o ambas cosas han dado lugar a que una parte no menor de la ciudadanía europea haya colgado el cartel de terroristas a muchos inmigrantes, y eso es la mayor injusticia de los últimos años. Porque incluso aunque lleguen a Europa, ya no escapando de la guerra, sino para ganarse la vida de una manera digna, no es ningún pecado. Al contrario, representa un sacrificio que les honra el hecho de venir a buscar trabajo y a levantar a este continente que se ahoga en su propio vómito.

 

Es la clase política europea la que tendrá que asumir su responsabilidad implementando medidas regulatorias que digan quién puede y quién no puede pasar. Lo que es inadmisible es que haya casi dos millones de víctimas de la guerra de Siria tocando las puertas de Europa y todos miremos hacia otro lado.

 

Para eso pagamos los impuestos: para que los políticos sean suficientemente solidarios con nuestros semejantes, para que ayuden a una auténtica convivencia pacífica entre Oriente y Occidente.