En ciertas gradas, en ciertos sitios, el tiempo transcurre en vano; o, lo que es lo mismo, años y temporadas pasan, pero odios y prejuicios permanecen.

 

Hace un par de décadas, justo cuando la Sentencia Bosman había convertido a los equipos más poderosos en oncenas multinacionales, justo cuando la Unión Europea se había anticipado como mosaico de culturas e integración en los planteles, justo cuando la diversidad tornaba en norma en estadios como en sociedades, Alessandra Mussolini declaraba, “¡Honor a los aficionados de la Lazio!”.

 

Su abuelo, Benito, siempre vio el futbol con una mezcla de desidia e incomprensión. Eso no impidió, sin embargo, que lo aprovechara como vehículo de propaganda. La Lazio, con su estética y narrativa vinculadas a la Roma imperial, servían para tal propósito y Mussolini se convirtió en socio de honor del club el seis de octubre de 1929.

 

Así que cuando medio siglo después, el sector más radical de aficionados se opuso a la contratación de jugadores negros y propició la inmediata salida de judíos, la nieta del Duce celebraba. De esos días vienen ya manifestaciones de extremismo contra el ítalo-somalí Fabio Liverani al ser firmado, lo mismo contra el francés de ascendencia africana Djibril Cisse, el israelí Eyal Golasa (se marchó a los pocos meses), el holandés Aaron Winter (sin serlo, estereotipado judío por su nombre) o el alemán Thomas Hitzlperger, por su ideología afín a la social democracia y la tolerancia, por mucho que sólo hiciese pública su homosexualidad al retirarse.

 

En los años sesenta se había terminado de forjar esa identidad política, con dos futbolistas como bandera: Giorgio Chinaglia, abiertamente fascista, y Gigi Martini, tiempo después parlamentario del Alleanza Nazionale de Alessandra Mussolini.

 

Ese fervor reavivó en 2004 cuando volvió de su exilio inglés Paolo Di Canio, con tatuajes vinculados a Mussolini y festejos de gol con saludo fascista –tras los cuales, políticos ultraderechistas hicieron colectas con el fin de pagar la multa a la que se había hecho acreedor.

 

La misma barra de los Irreducibili quiso apoyar al delantero alemán Miroslav Klose adaptando para él una frase de la Alemania nazi y con tipografía de las hitlerianas SS, lo que el veterano goleador de inmediato repudió.

 

Visto todo lo anterior, es difícil sorprenderse con lo desencadenado durante las últimas semanas: el lamentable uso de la imagen de Ana Frank para atacar al rival citadino, la Roma. Para colmo, días después, en la visita al Bolonia, la burla ante una inscripción que recuerda al entrenador judío húngaro, Arped Weisz, asesinado en Auschwitz tras dirigir el equipo.

 

Las autoridades italianas han reaccionado como si fuera tema nuevo, como si apenas repararan en la dimensión y vigencia de esos peligros. Leer pasajes del Diario de Ana Frank antes de los partidos, hacer que los jugadores portaran casacas de entrenamiento con el rostro de la niña capturada en Ámsterdam y matada en el campo de concentración de Bergen-Belsen, exigir a la directiva de la Lazio que llevara flores a una sinagoga (su presidente, por cierto, fue captado diciendo por teléfono que eso era un show), en un intento de corregir en una semana lo que se ha gestado por años.

 

La realidad es que en pleno 2017, como a fines de los 90, Alessandra Mussolini puede continuar sintiéndose identificada con el club al que su abuelo no amó, porque le parecía absurdo el futbol, pero del que sí se benefició.

 

Twitter/albertolati

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