En “La invención de México” (Planeta, 2008), Héctor Aguilar Camín escribe sobre el nacionalismo revolucionario –la justificación ideológica del PRI durante sus primeros 50 años-: “Fue indigenista y antiespañol, como el patriotismo criollo, pero también fue proteccionista y tutelar, como las leyes de Indias (…); fue jacobino, laico y republicano, como la reforma liberal, pero no fue democrático, sino centralizador, presidencialista y autoritario”.

 

 
La historia del Revolucionario Institucional –Octavio Paz señalaría la aparente contradicción de ser “revolucionario” y también “institucional”- no puede entenderse sin la Revolución Mexicana. Tras años de lucha intestina, Plutarco Elías Calles tuvo la visión de aglutinar las fuerzas regionales que, tras el conflicto, se quedaron con poder y fusiles, pero sin organización. Calles les dio a estos caciques y “hombres fuertes” una arena política –el Partido Nacional Revolucionario (PNR)- para gestionar el reparto del poder. Se podría decir que, tras bambalinas, la agrupación buscaba evitar nuevos alzamientos rupturistas de corte caciquil. Con la Revolución había sido suficiente.

 

 
Ya con Lázaro Cárdenas en la silla –y con Calles en el exilio-, el PNR pasaría a llamarse Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Éste general michoacano fue el verdadero arquitecto del poder tricolor. Fue él quien le dio el carácter corporativo que sustentaría su fuerza partidista durante las siguientes décadas, al crear los “sectores” de aglutinación social del partido: popular, obrero, campesino y militar, éste último siendo eliminado, afortunadamente, unos años después. Ya en 1946, sería Miguel Alemán quien le bautizaría con el mítico “PRI”.

 

 
Éstas siglas han sido sinónimo de instituciones sociales trascendentales para los mexicanos –la creación del IMSS, del ISSSTE, de la Comisión Nacional de Libros de Textos Gratuitos, etc.- pero también de represión, antidemocracia y en no pocas ocasiones, corrupción –el 68, el “fraude patriótico” en 1986, diversos exgobernadores-. Yo entiendo: son raros los caminos que solo son en línea recta; más si han durado 88 años. Es entendible que el PRI, sobre todo por su historia en los gobiernos nacionales, no sea visto siempre como el mejor aliado de la ciudadanía. Después de todo, gobernar es siempre tarea desgastante, sujeta al juicio de la historia, a las variables económicas, pero también al humor social del momento.

 

 
El sábado pasado, el PRI cumplió 88 años. Es, probablemente, en términos de imagen y aceptación, su segundo momento más difícil siendo gobierno –el primero siendo la derrota del 2000-. En vísperas de la celebración, Francisco Labastida, excandidato presidencial, reconoció que “los problemas del país son los problemas del partido”, y admitió que deben tener mayor firmeza para combatir la corrupción. César Camacho, exlíder nacional, admite que “no obstante que es el partido con el mayor número de militantes, estos resultan insuficientes para ganar una elección”, por lo que tienen que evitar la “miopía”. Otro expresidente nacional, Pedro Joaquín Coldwell, sostiene que “el partido afronta (…) el escepticismo y censura de un segmento de la sociedad que está cuestionando a los partidos políticos” (Reforma, 03/03/17).

 

 
Lo he escrito antes y lo escribo ahora: el PRI es la organización política más grande e importante de nuestro país, y no exagero al decir que reformar al PRI para bien es, en cierta medida, reformar a México para bien. El PRI no debe esperar a ver si pierde el Estado de México o el 2018 para iniciar su transición de un partido de sectores corporativos a uno de ciudadanos, cosa que nunca ha sido –la catarsis en la victoria puede que sea más cómoda que en la derrota, pero seguro es menos profunda-.

 

 
El primer paso, sabido por todos los priistas, es acabar con el pecado cultural-político del partido: los criterios muchas veces arbitrarios –y siempre secretos- en su selección de candidatos, que suelen priorizar nombres, complicidades, cuotas, todo, antes que méritos, y de paso desaniman las aspiraciones de crecimiento del priista común por sentir que “todo está arreglado”. Democracia interna no como idealismo, no como eterna bandera disidente, sino como medida de justicia para con la militancia y como condición mínima para el salto al siglo XXI. Los jerarcas priistas deben, ya no digo devolver porque sería mentir, pero dar más poder al militante que sí cree en el tricolor y sí se la juega por éste. Sin su base de gente, el PRI son solo cuatro o cinco individuos.

 

 
@AlonsoTamez