Tras la Segunda Guerra, la socialdemocracia enseñó la mejor cara de la izquierda: la no revolución también podía generar sociedades más igualitarias –principalmente en Europa, durante los años 40 y finales de los 70–. Salvo entre sus intelectuales orgánicos y otros dogmáticos, los extremos públicos y privados –totalitarismo despiadado, en esencia– del “socialismo real” soviético le hicieron perder, poco a poco, puntos frente a lo que podemos llamar el “consenso político de Occidente”. Así entraba el ala reformista del socialismo al campo de juego: tras el lento pero consistente desgaste de su radical hermano –que, desde los años sesenta, ya presentaba problemas de estancamiento económico–.

 

Ludolfo Paramio –exdirector de Estudios de la Presidencia española y exintegrante la dirección del Partido Socialista Obrero Español–, sin embargo, recuerda en su libro “La socialdemocracia” (Fondo de Cultura Económica, 2009) que dicho modelo entraría en crisis “a finales de los setenta, porque la inflación creada por la espectacular subida del precio del petróleo (desatada por la guerra del Yom Kippur en 1973) no admitía respuestas keynesianas”, por lo que, en los años siguientes, “dejó de existir el consenso keynesiano o socialdemócrata y comenzó el ascenso de la nueva derecha” –el liberalismo en esteroides de Thatcher y Reagan, aderezado por el “triunfo ideológico” del capitalismo tras la caída del Muro–.

 

El modelo de “Estado de bienestar” que ofrecía la socialdemocracia hecha gobierno había revelado su faceta más débil: su formato de gasto público –o inversión social, como se quiera ver– no soportaba un alza general de precios, y los fundamentalistas del mercado se encargaron de señalarlo. Pero el punto principal de Paramio –y de este breve texto– no es entender sólo el relativo declive del modelo sino detectar una oportunidad para la redención socialdemócrata: “La histórica crisis que comenzó en 2007 y estalló en la segunda mitad de 2008 ha cambiado bastante las cosas”.

 

El autor, desde 2009, veía una coyuntura para que la socialdemocracia se volviese a erigir como modelo funcional y, yo agregaría, como aspiración de naciones en desarrollo. Pero, en ese año, Paramio no tenía presentes los referentes populistas occidentales que tenemos hoy. ¿Ello acentúa su tesis? Este columnista cree que sí. Al combinar los postulados de la democracia –en el amplio sentido de la palabra– como medio y fin –no como la vieja izquierda revolucionaria–, así como su cohabitación con el mercado –eso sí, regulando sus excesos–, la principal bandera socialdemócrata, el “Estado de bienestar”, podría ayudar a revertir la mayor grieta del neoliberalismo: un duro incremento de la desigualdad económica mundial.

 

Según el reporte “Una economía para el 99 %”, elaborado por Oxfam International, “los ingresos del 10 % más pobre de la población mundial han aumentado menos de 3 dólares al año entre 1988 y 2011, mientras que los del 1 % más rico se han incrementado 182 veces más”. Este es solo un dato de muchos que confirman que el neoliberalismo ha generado riqueza pero mal repartida, y ello le ha puesto la mesa a los populistas y nacionalistas en distintas regiones. Que a la socialdemocracia le vaya bien es que a los extremos les vaya mal. El modelo debe empezar a calentar; puede que siga su turno. 

 

@AlonsoTamez

 

 

 

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