¿Para qué sirven esas mesas de homenaje a un autor que tanto abundan en las ferias del libro? Me lo preguntaba hace una semana y pico, durante la FIL de Guadalajara, mientras me encaminaba a una plática sobre uno de los escritores mexicanos que más admiro y disfruto, Vicente Leñero. Me gusta pensar que las no pocas personas que se acercaron a escucharnos habrán salido con ganas de leer o releer a ese notabilísimo novelista/guionista/cuentista/dramaturgo/periodista.

 

O sea, que la reflexión compartida ayuda a lanzar o relanzar a un autor; que la voz viva contribuye a la lectura. Y por lo tanto que algo habremos hecho ese día, un poquito al menos, para que vuelvan a leerse, de entre todos sus libros –procedo aquí a una lista breve y desordenada que tiene que ver con mis preferencias leñerianas y nada más–, Asesinato, la primera obra que le conocí a Leñero, una novela de no ficción que revisa los asesinatos del político Gilberto Flores Muñoz y su esposa, en la mejor tradición de Truman Capote y Norman Mailer; o los relatos de Gente así, de una deliciosa mala leche, poblados de personajes reales que viven historias –sospecho– ficticias; o la terrible y divertidísima Pelearán diez rounds, su obra teatral sobre un boxeador; o por supuesto Los periodistas, ese testimonio con estructura novelada sobre el golpe de Estado al Excélsior de Julio Scherer, del que Leñero fue testigo directo y sobre todo víctima.

 

No soy la persona más adecuada para hablar de Leñero. Esa persona vendría a ser Carlos Puig, mi compañero de mesa, que no sólo lo ha leído detalladamente, sino que trabajó con él. Por eso, podría recordarles a los asistentes, como ha recordado tantas veces, que ese ingeniero convertido en escritor, al margen de su obra, dejó una lección valiosísima en una frase: “No le pienses, chíngale”. Eso le decía a los talleristas o reporteros que se quejaban de bloqueo creativo, de esa incapacidad angustiante de escribir un texto que luego ataca a los profesionales o entusiastas del ramo. “Chíngale”, decía, y al decirlo, en realidad, apelaba a lo que lo distinguió como autor, al margen de su gran talento: la ética de trabajo, la disciplina. La idea de que escribir es un oficio antes que una forma sublime de la creación, y que hay que honrarlo como tal.

 

Para eso sirven también las mesas de homenaje. Para que las lecciones no escritas de los buenos autores no se pierdan en la nada. Y es que así creó Leñero una obra extensa y brillante: chingándole. Que no se nos olvide, pues.