En algún famoso ensayo de León Tolstói, el novelista ruso encontraba la contradicción entre dos definiciones de belleza: aquella que la consideraba como una manifestación de lo absoluto, que existe por si misma (Dios, la naturaleza), y otra -más mundana- que la definía como la impresión producida por el placer que nos causan las cosas. Esta dualidad en la búsqueda de aquella gran Belleza es justo el motivo de este, el sexto largometraje del cineasta napolitano Paolo Sorrentino.

 

Pocas veces una película te atrapa de manera tan contundente y efectiva con tan sólo una secuencia. A Sorrentino sólo le bastan los primeros doce minutos para emocionar al público y llevarlo en un recorrido casi psicodélico que se antoja como la antesala del cielo y del infierno, un viaje entre el exceso y la belleza absolutas que se conjugan en un solo sitio: Roma.

 

La decadencia romana en el universo de Sorrentino tiene un nombre: Jep Gambardella. Seductor, inteligente, elegante, punzante, acosado por las mujeres y admirado por intelectuales. Con una sola novela publicada -misma que le ha servido para alimentar el mito de su propia fama- este hombre, que vive en medio de fiestas y reuniones, no quiere ser un frívolo más sino convertirse en aquel con el poder de iniciar todas las bacanales, pero también con la capacidad de abstraerse de ellas.

 

Si a Sorrentino le toma doce minutos atraparnos, a Gambardella (de manos del extraordinario actor Tony Servillo) le basta una sola frase: “Yo no quería ser un simple mundano, quería ser el rey de los mundanos”. Así, Sorrentino hace de Gambardella el Marcello Rubini (La Dolce Vita, 1960) de esta generación y que, como aquel, vive en una roma que lo mismo te inspira que te engulle.

 

La Grande Bellezza, es un paseo por la Roma actual desde los ojos del propio Gambardella. Siempre con estilo, elegancia e inteligencia, con la extraña levedad de quien se sabe dueño de toda situación, este escritor no está satisfecho. Las dudas y los recuerdos comenzarán a acosarlo obligándolo a replantear su vida de confort donde vive de acariciar la suave espalda del éxito pero sin provocar más a la creación.

 

Asumiendo en todo momento la clara influencia del cine de Fellini, cineasta y personaje aprovecharán el viaje para hacer mofa de todo, desde la ignorante petulancia de “alta inteligencia” romana (tan parecida a la de México), el fraude del mal llamado “arte contemporáneo” e incluso guardar algo de sorna contra las autoridades eclesiásticas.

 

El flujo de imágenes y encuadres en conjunción con las actuaciones y la música (un personaje más de esta cinta) crean atmósferas particularmente intoxicantes donde el exceso y la belleza lo permean todo, desde la fiesta -lugar donde suceden las grandes revelaciones- hasta las calles y monumentos de una Roma inabarcable. La cámara de Luca Bigazzi (fotógrafo de cabecera del director) no sabe de limite alguno, lo mismo flota libre por el cielo que se emplaza caprichosamente de cabeza, en clara pero magnífica metáfora sobre la corrupción inherente de una dionisiaca fiesta que encierra dentro de si las taras y fobias de una sociedad incapaz de voltear a verse a sí misma.

 

Hermosamente melancólica y triste, a la vez que optimista y con gran sentido del humor e ironía, Sorrentino crea un filme cuya belleza y complejidad no pueden asirse a primera vista, requiriendo múltiples visitas para intentar abarcarla.

 

En el debate entre la belleza de lo que existe (Roma) y de aquello que causa placer (la bacanal), Jep romperá con el dilema sucumbiendo mediante una declaración honesta y optimista: todo, absolutamente todo, es un truco… incluyendo el cine -añade quien esto escribe- , que es sin duda el mejor de todos los trucos.

 

La Grande Bellezza. (Dir. Paolo Sorrentino)

4.5 de 5 estrellas.