El Auditorio del Museo Nacional de Antropología hervía. Se hallaba atiborrado de defensores de derechos humanos, activistas y familiares de las tres mujeres hñahñú que fueron malamente acusadas –hace 11 años- de “secuestrar” a seis agentes “rudos y fuertotes” de la AFI.

 

 

Era la hora de “la Disculpa”. Una Disculpa que habría de ofrecer el mismísimo procurador general de la República, Raúl Cervantes, a las tres indígenas.

 

 

Los gritos se alzaban: “¡Justicia! ¡Libertad a los presos políticos! ¡Vivan las mujeres valientes!”, se escuchaba aquí y allá.

 

 

Jacinta Francisco, Alberta Alcántara y Teresa González escuchaban. Su actitud no era de triunfalismo ni mucho menos de sumisión.

 

 

Había llanto en su voz, sí, al recordar lo ocurrido y narrar su desventura y toda aquella maldad a la que se enfrentaron y el sufrimiento que padecieron; pero en ellas había, ante todo, dignidad.

 

 

Once años después de los sucesos que las pusieron tras las rejas –y de un largo batallar jurídico para lograr su liberación y, finalmente, el reconocimiento de su inocencia-, Jacinta, Alberta y Teresa acudieron a recibir la disculpa de la PGR con una exigencia: “El cese a la represión”.

 

 

Traían un doloroso reclamo: a la Comisión Nacional de Derechos Humanos que no quiso hacer nada por ellas: “¡Pónganse a trabajar! No sólo den recomendaciones…”.

 

 

Se llevaban, dijeron, una lección: “Hoy sabemos que no es necesario cometer un delito para estar en la cárcel”.

 

 

Manifestaron un deseo: “Ojalá que otras personas tengan justicia… Ojalá les pidan disculpas a todos”.

 

 

¿Contentas porque lograron demostrar su inocencia?

 

 

Estaría contenta el día que nos respeten como indígenas”, diría Jacinta.

 

 

Esta vez, nos chingamos al Estado”.- El ambiente se había ido calentando poco a poco. A medida que la ceremonia avanzaba, los gritos se alzaban en el auditorio con mayor fuerza.

 

 

¡Justicia!, exigían. Pero esa exigencia de justicia se extendía a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, a los muertos de Ostula, a los sucesos de Tlatlaya, a tantos y tantos que hoy están injustamente tras las rejas.

 

 

Estela, hija de Jacinta, conmovería hasta lo más profundo. Un discurso intenso -de denuncia y retador- sería el suyo. Palabras que en un momento dado golpearían en seco el rostro del procurador: “¡Esta vez nos chingamos al Estado!”.

 

 

Un fuerte aplauso y un enorme coro se alzarían entonces: “¡Libertad, libertad a los presos por luchar!”.

 

 

Olga Sánchez Cordero, Luis Raúl González Pérez, Renato Sales Heredia, Roberto Campa, Manlio Fabio Beltrones, José Calzada Rovirosa y Ricardo Rocha atestiguaban aquellos momentos. Unos –la mayoría-, con alegría, pues fueron copartícipes de la lucha por llevar justicia a aquellas mujeres: otros, simplemente porque les correspondía estar.

 

 

El discurso de Estela –expresado tanto en hñahñú como en español- concluiría así: “Quedamos de ustedes, hasta que la dignidad se haga costumbre”.

 

 

El puño izquierdo en alto acompañaría los gritos en demanda de justicia.

 

 

GEMAS. Obsequio de Jacinta, Alberta y Teresa: “A quienes nos preguntan por la reparación económica, les decimos que no se preocupen: nacimos sin dinero y nos iremos sin él”.