¿Realmente era necesario que Jesús Ortega se apareciera en el encuentro público de “reconciliación” de Andrés Manuel López Obrador con Los Chuchos? ¿No era suficiente con que Jesús Zambrano estuviera presente para atestiguar el “reencuentro” con esa corriente?

 

Porque en la mesa de la “reconciliación” del martes pasado –donde compartió el espacio junto con López Obrador, Marcelo Ebrard, Ruth Zavaleta, Alejandro Encinas y Zambrano–, la figura de Ortega, su imagen, su rostro, su expresión, su tono de voz, todo él, causaban pena ajena.

 

Y no es porque lo hubiera maltratado, al menos públicamente, Andrés Manuel, o porque alguno de los presentes le reclamara algo en particular. Al contrario. Finalmente, aún sin invitación, ahí estuvo; lo dejaron escuchar e incluso respondió una pregunta en la conferencia de prensa, donde declaró que, hoy en día, el tabasqueño “es mi candidato”.

 

Cambiar de “candidato” tras definirse una contienda interna no es para alarmar a nadie; pero lo que sí sorprende es que si ese personaje ha llegado al punto de enfrentamiento como el que sostuvo Ortega frente a López Obrador, no sólo aparezca como si nada, sino que simplemente se apersone.

 

Recordemos tan sólo que Ortega declaraba hace apenas unos meses –a raíz de las alianzas que hizo con el PAN– que el hoy candidato virtual a la presidencia de la República era un dictator perpetuus (dictador perpetuo), que el PRD “no podría nunca estancarse en una versión grotesca de cesarismo, de bonapartismo”.

 

Decía que “sistemas autoritarios como el cesarismo, el bonapartismo, el estalinismo, el presidencialismo y el caudillismo”, eran claramente contrarios al interés ciudadano, y que ni él ni el PRD estaban dispuestos a soportar algo semejante.

 

Y eso precisamente es lo que representaba López Obrador para él. Al menos hasta el martes pasado.

 

Esta posición del Chucho mayor no era producto del calor de la contienda entre precandidatos. Nada que ver. Era uno más de sus enfrentamientos mortales con el tabasqueño.

 

López Obrador optó por inventarse una “licencia temporal” del PRD que dirigía Ortega.

 

Esa era la situación entre ambas partes hasta hace unas semanas. Cuando López Obrador ganó la encuesta por la candidatura presidencial a Ebrard, Los Chuchos –que apoyaban a Marcelo y era a su vez el único que los sostenía– cayeron en desgracia. Pidieron entonces al jefe de Gobierno que los ayudara, que no los dejara solos.

 

Y Marcelo abogó por ellos ante AMLO. Formaron parte de la negociación en la historia de los términos de la declinación de Ebrard.

 

Del otro lado, los estrategas de Andrés Manuel López Obrador consideraron que la inclusión de Jesús Ortega en la operación política hacia el 2012 era necesaria. Que lo primero era “poner orden en casa”, resolver el problema de la vecindad.

 

De hecho, lo consideraban un punto clave hacia el interior de las izquierdas –particularmente del PRD– para borrar cualquier situación que pudiera presentarse en el futuro en materia de operación política.

 

El razonamiento es impecable. Además, cuentan, Andrés Manuel anda “de muy buen ánimo” y generoso.

 

Pero ese no es el punto. Sino la actitud de Ortega como persona, la actitud del hombre, la del ser congruente con lo que piensa, lo que dice y lo que hace.

 

Lo que vimos este martes en Ortega, una vez más, fue a un hombre que no se respeta.

 

 

Gemas: Sólo para recordar: Hace dos meses, Alonso Lujambio declinó a contender por la candidatura del PAN a la presidencia de la República. 60 días después, los panistas siguen hechos bolas.

 

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