Nunca me ha obsesionado, pero me encanta observar de qué manera refleja a la sociedad y cómo la sociedad se refleja en ella. Hablo de la moda en el vestido, ese gran espectáculo que exhibe con precisión, a veces quirúrgica, el estado de ánimo colectivo.

 

Lo que se respira ahora en las pasarelas y en las calles de París, Milán o Nueva York es la fascinación absoluta por lo ofensivo a la vista -según, claro, los cánones establecidos-, fruto probablemente de una ola de rebeldía contra el perfeccionismo estético que se expande como la pólvora por las redes sociales.

 

Siluetas sin proporción del colectivo Vêtements, prendas con capucha oversize, pantalón de jogging, gorras de beisbol, huaraches de plástico de Off White, Gosha Rubchinsky o Balenciaga, orgullosamente exhibidos por los bloggers y celebs ganaron la batalla por el mercado más exigente o, que es lo mismo, extravagante. Poco importa que una pieza de Vêtements, que nuestros padres o abuelos tacharían de una cachetada al buen gusto- cueste, en promedio, mil dólares. La gente se vuelve loca por llevar estas prendas, estrellas de las recientes Fashion Weeks y proclamadas por los dictadores en el terreno de la moda como las más sexis.

 

Oscar Wilde solía decir que la moda es una forma de fealdad tan insoportable que nos vemos obligados a cambiarla cada seis meses. Los grandes críticos aseguran que lo antiestético es tan indispensable en los desfiles como la pimienta en un buen platillo. Efectivamente, siempre se ha insistido en transgredir dentro de este universo, últimamente en el elemento transgresor se ha convertido el “feísmo”.

 

¿Cómo explicar el fenómeno? Al parecer, nos saturamos de las imágenes perfectas del lujo, de las figuras photoshopeadas, bellezas envidiables envueltas en prendas estéticamente insuperables. De tanto ver el buen gusto por doquier, empezando por nuestros smartphones, dejamos de aspirar a él.

 

No asistimos a la primera ruptura en el campo de la moda. En los años 80 se impuso la estética punk hardcore; en los 90, el look grunge. Los jóvenes de entonces hallaban la autenticidad en el aspecto desaliñado, informal, “sucio”. ¿Pero hoy? Todo indica que hoy nos cuesta trabajo encontrar la autenticidad.

 

Y para vencer la falta de inspiración compramos el estilo “lumpen”, “post-sovietic chic”, lanzado por los diseñadores de la antigua Unión Soviética que nos imponen las marcas más influyentes y caras del planeta.

 

El lujo versión 2018 lleva forzosamente el toque de repugnancia. Las prendas “in” son como los osos: mientras más feos, más hermosos.

 

Y si partimos de la premisa de que la moda está en sintonía con el aire del tiempo… ay, me estremecí de pronto.

 

¿Alguien se atreverá a reconocer que el atractivo de nuestra época reside en la fealdad?

 

 

caem