El lobby de un hotel alemán bullía con la presencia de buena parte de los 32 seleccionadores del Mundial 2006. Faltaban poco más de cien días para la inauguración y por ahí podía verse pasar muy amable a Guus Hiddink (su nuevo milagro era Australia), muy cortante a Luis Aragonés (empezaba con España el camino que derivaría en la Edad de Oro), muy glamuroso a Sven Göran Eriksson (cada vez más discutido por la opinión pública inglesa), muy bromista a Luiz Felipe Scolari (buscando repetir con Portugal el éxito de cuatro años antes con Brasil) y muy incómodo a Marco van Basten (lo suyo siempre fue la expresión con balón y no en palabra). Ricardo La Volpe no había asistido a ese seminario premundialista, pero mucho más escándalo propiciaba la ausencia del seleccionador local Jürgen Klinsmann.

 

Un saludo informal derivó en que Carlos Alberto Parreira, quien volvía a entrenar a la verdeamarela tras el título mundial conquistado doce años antes, me invitara a sentarme a conversar. Disponía de la mejor artillería del planeta: Ronaldo y Adriano en punta, pero detrás de ellos Ronaldinho y Kaká, más las dos flechas de mayor punción (CafúRoberto Carlos) y Robinho como revulsivo.

 

De la amena plática sin micrófono, lo que más recuerdo fueron los halagos reiterados de Parreira hacia Kaká: si alguien hacía posible que Brasil volviera a atreverse a jugar como Brasil, con semejante cantidad de elementos de corte virtuoso y despliegue al ataque, era él: en un Mundial que pintaba para pocos riesgos y mucho músculo, para el triunfo del contención que más corriera o el defensa más preciso (Fabio Cannavaro sería el jugador del torneo), la bandera del gigante sudamericano volvía a ser la del futbol. Por eso, explicaba lleno de gestos, Kaká se había convertido en su único elemento indispensable, demasiado decir entre el Ronaldinho que llegaba como mejor futbolista del planeta, el Adriano que arrasaba en el Inter o el Ronaldo que en Madrid al fin hallaba tregua a las lesiones.

 

Kaká tenía que correr por tres, aunque seguir siendo el Kaká que en Milán armaba juego, anotaba, asistía, driblaba y encandilaba lo mismo en horizontal que en vertical. Así fue en el certamen, de avasallador inicio brasileño, hasta que una lesión le hizo llegar muy mermado a los cuartos de final, en donde la Francia del último Zinedine Zidane se impuso.

 

Ese día Brasil aquilató con lágrimas el valor de Kaká: el once más caro del Mundial, al que en teoría se le desbordarían los goles a cada cotejo, el que abundaría en recursos para demoler todo obstáculo rival, al que muchos equiparaban con el de México 70, se descarriló en Fráncfort.

 

Esa anécdota sirve más para dimensionar a Kaká, retirado este domingo, que todos los adjetivos: para lo bueno, con los alcances superlativos que tuvo y el lujo de juego que nos obsequió; para lo malo, cuando las lesiones impidieron que terminara de elevarse a las alturas a las que estaba predestinado (difícil atreverse a decirlo, cuando fue campeón del mundo, de la Champions y Balón de Oro). En unas y otras, un caballero como pocas veces se vio, pulcro en su comportamiento, articulado en su discurso, solidario incluso cuando tan pronto las lesiones le orillaron a un plano secundario.

 

Es triste pensar que Kaká no se ha ido este día, sino al menos unos siete años atrás, tan joven y tan talentoso. Nostálgico, como todos, de esa selección brasileña a la que sólo él, como afirmaba Parreira, permitió jugar acorde con su remota historia.

 

La selección que duró lo que sus piernas.

 

 

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